En Harrow hablan su propio idioma y los alumnos llevan sombrero, en Surval completan el Bachillerato con cursos de etiqueta. Los ricos también van a clase, pero sus colegios son diferentes
Felipe Juan Froilán de Todos los Santos no volvió el martes al cole. No se puso el polo blanco, no revisó sus nuevos libros, no entró en las aulas, no saludó a sus profesores, no bromeó con sus antiguos compañeros. Como todos los años, la Infanta Elena sí llevó a su otra hija, Victoria Federica, al Colegio San Patricio, en La Moraleja, pero Froilán (a quien sus parientes y amigos llaman simplemente Felipe) no estaba. Sus padres han decidido enviarle a un internado en Inglaterra. Buscan, según declaró Jaime de Marichalar, alejarlo de los focos, sumergirle en el anonimato, abrirle los pulmones. Nadie, salvo su familia más íntima, sabe dónde está. Sólo ha trascendido que han elegido un colegio ubicado en el condado de Sussex (Inglaterra). Si quieren ganarse la exclusiva, los paparazzi tienen trabajo por delante: sólo en ese pedazo de Gran Bretaña hay más de 25 internados. A estas horas, el nieto mayor de los Reyes, quizá nervioso y sorprendido, está conociendo un mundo nuevo y, al menos desde el punto de vista sociológico, fascinante: el de los colegios más exclusivos del mundo.
Para el común de los mortales, Froilán acaba de ingresar en un selecto universo de edificios neogóticos, bibliotecas de madera, uniformes de cuadritos, estricta disciplina, profesores que tratan de usted y compañeros (millonarios) de todo el mundo. En Inglaterra hay un buen puñado de colegios elitistas, pero Eton y Harrow merecen un lugar en el cuadro de honor.
El cole de Harry Potter
Situado en una colina sobre Londres, a cuarenta minutos del centro, Harrow despide un aroma familiar, casi cinematográfico: aquí se ambientaron varias escenas de Harry Potter y aquí se ruedan de vez en cuando esas películas británicas que recrean la época victoriana. Ochocientos alumnos se alojan hoy en sus barracones y frecuentan sus aulas. Al contrario que los internados americanos, que ocultan su juventud bajo un manto de tradiciones impostadas, Harrow puede presumir de historia verdadera: la escuela abrió en 1615 y al menos desde el siglo XIX viene ocupando un puesto entre las grandes. El alumno novato que se entretenga mirando las orlas de antiguos estudiantes debe sentir un escalofrío en el espinazo. De aquí salieron siete primeros ministros (Peel, Churchill, el rey Hussein de Jordania, el indio Pandhit Nerhu), poetas (Lord Byron, Sheridan, Yates), premios Nobel (el físico Talbot)... Ingresar en esta ilustre cofradía cuesta 35.854 euros al año, precio que incluye la pensión y las clases. A cambio, la venerable institución promete un alto nivel académico. «Pero pasar los exámenes no es lo más importante en la educación. Como hacemos desde hace siglos, preparamos a los alumnos para una vida de liderazgo, servicio y realización personal», asegura su director, Barnaby Lenon.
La vida en Harrow se ajusta a todos los tópicos posibles sobre los internados elitistas: sus alumnos visten de manera especial, con un sombrero que se ha convertido en símbolo de la escuela; los estudiantes acuñan una serie de expresiones propias, ininteligibles para el resto del mundo; los profesores también se alojan en el recinto académico; y los domingos se dedican al deporte, singularmente al 'Harrow football', una mezcla entre el fútbol normal, el rugby y el croquet que sólo se juega allá y cuyas reglas datan de 1865. Más discutibles son sus métodos pedagógicos, que algunos expertos consideran rancios. Especialmente, su cerrada apuesta por la educación separada. Harrow sólo admite chicos y hace bandera de ello: «Muchos padres nos eligen por sus ventajas en la formación de adolescentes», clama la web del centro. La dirección del centro enumera varias razones para separar a los alumnos por su sexo y acaba: «Es inevitable que las escuelas que practican la coeducación tengan serios problemas de disciplina causados por la relación chico/chica».
Si uno quiere rastrear resabios sexistas en los colegios de élite europeos, debe echar un vistazo al Surval St. Fleuri, en Montreux (Suiza) y sobre el Lago Lemán. Su carta de presentación merece un análisis de texto: «Las necesidades educativas de las jóvenes han evolucionado mucho a lo largo de las últimas décadas. Hoy en día, ya no sólo tienen que ser las perfectas anfitrionas, sino que deben adquirir sonoros títulos académicos». Por si acaso el programa académico ordinario no resulta suficiente para la alumna del tercer milenio, el colegio le ofrece cursos especiales de etiqueta, cocina, pastelería y belleza. El precio de la matrícula para el 'High School' asciende a 15.473 euros por trimestre, aunque luego hay que pagar los seminarios adicionales (el de 'Etiqueta' supone 666 euros más, por ejemplo).
El mito del internado suizo goza todavía de buena salud. Le Rosey, en Gstaad, no participa de los temores de Harrow y admite chicos y chicas. No parece que les vaya mal. A cambio impone otras reglas: para preservar «el mix lingüístico», sólo admite un 10 por ciento de alumnos que hablen un mismo idioma. Le Rosey se publicita como «una escuela diferente» y quizá tenga razón, al menos en el cerrado universo de los internados. Presume de aplicar la moderna tendencia pedagógica de las «inteligencias múltiples»: además de los libros, los estudiantes frecuentan otras disciplinas que a veces se descuidan por falta de medios. Le Rosey tiene tres orquestas, dos coros, tres compañías de teatro y varios estudios de arte y fotografía. En las clases, hay cinco alumnos por profesor y se pone el acento en el aprendizaje de idiomas: cada estudiante debe manejar al menos cuatro. Las praderas suizas cautivan, sobre todo, a las monarquías: el rey Balduino de Bélgica, el Aga Khan, el Sha de Persia o Rainiero de Mónaco fueron alumnos de Le Rosey. Charles Chaplin quiso matricular aquí a sus hijos, pero tuvo que aguantarse: había una lista de espera de dos años. Matricular un niño en Le Rosey cuesta 70.339 euros al año, pero el colegio desecha dos de cada tres solicitudes.
España y los liceos
Pocos españoles han vivido una experiencia semejante a la de Froilán. Al menos, el hijo de la Infanta Cristina podrá comentar sus cuitas con su tío Felipe, que cursó COU en Lakefield, un internado canadiense.
Los gobernantes, banqueros y empresarios españoles prefieren retener aquí a sus hijos y enviarlos a escuelas más próximas, aunque también privadas. En el caso de los dirigentes políticos, se muestran especialmente obsesionados por la competencia lingüística de sus herederos. El ministro de Fomento, José Blanco, y el presidente del PP, Mariano Rajoy, discuten con frecuencia, pero al menos están de acuerdo en la educación de sus hijos: ambos han elegido el Colegio Británico y deben pagar unos 3.000 euros al año. Miguel Ángel Moratinos se inclina por el Liceo Francés y en eso coincide con Artur Mas y Joan Laporta, que no parecen entusiasmarse con la enseñanza en catalán que ofrece la escuela pública y buscan otros horizontes lingüísticos a cambio de 4.000 euros al año (5.000 con media pensión). Mucha quina ha debido tragar también José Montilla, presidente de la Generalitat, por enviar a sus hijos a otro colegio (privado, claro) que se escapa del modelo idiomático obligatorio y que también viene a costar unos 4.000 euros: el Liceo Alemán de Barcelona.
En estos centros se forman los líderes del mañana, aunque en muchos casos (sobre todo en Europa) pesen más las relaciones que el programa académico o la excelencia pedagógica. Froilán ya lo estará comprobando. En carne propia.