En uno de sus célebres aforismos, Giulio Andreotti, siete veces primer ministro italiano, dijo que “el poder desgasta… a quien no lo tiene”. Pero quien lo ejerce, tampoco rebosa de salud. Es más: la historia demuestra que el oficio de gobernar suele pasar factura, a veces de forma grave, y que la enfermedad condiciona el ejercicio del mismo. David Owen, médico, que fue en los años setenta ministro de Exteriores del Reino Unido, ha publicado un libro en el que repasa las enfermedades de los principales jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años (En el poder y en la enfermedad, Siruela). Su conclusión es que pocos líderes consiguen el aprobado.
En un artículo publicado en el 2009 en la revista Brain, junto a Jonathan Davidson, profesor del departamento de Psiquiatría y de las Ciencias del Comportamiento en la Duke University, en Dirham (EE.UU.), Owen llegó a la conclusión de que la mitad de los presidentes estadounidenses entre 1776 y 1974 ha padecido trastornos psiquiátricos. Los más comunes: depresión, ansiedad, trastorno bipolar y dependencia del alcohol. En uno de cada tres casos, estos problemas “fueron evidentes a lo largo del ejercicio de su mandato”. Algún ejemplo: Theodore Roosevelt (trastorno bipolar), Wilson y Hoover (trastorno depresivo grave), Nixon (abuso de alcohol). ¿El oficio del político es malo para la salud?
El profesor Jonathan Davidson ha aceptado contestar por correo electrónico a algunas preguntas. “En algunos casos había tendencias previas de algún síntoma antes de que los líderes asumieran el cargo y no hay duda de que al ejercer el poder, el problema se acentúa. No obstante, se han dado casos en los que la enfermedad apareció por primera vez en la presidencia”. “Dicho eso –añade–, no creo que tampoco los políticos tengan una predisposición a volverse locos”. En cambio, según el psiquiatra José Cabrera, autor del libro La salud mental de los políticos, “una persona que accede al poder político ya presenta un perfil predeterminado y posee una ambición especial. Sin embargo, aunque uno tenga una vocación para ocupar cargos políticos, el ejercicio del poder es una losa tan grande que le puede hacer perder la perspectiva. No necesariamente se traduce en algo grave, pero sí pueden darse unos síntomas inherentes al oficio”.
Los trastornos psíquicos no siempre salen a la luz o, si lo hacen, ocurre años después. El dato está confirmado por las estadísticas: en los últimos cien años, sólo dos jefes de Estado o de Gobierno han sido declarados dementes de manera formal. El presidente francés Paul Deschanel, que dimitió voluntariamente en 1920, y en 1952 el rey Talal de Jordania, que fue obligado a dejar el cargo a causa de su esquizofrenia. Nada más. Con toda evidencia, la mayoría de las enfermedades de los jefes de Estado y de Gobierno han sido subestimadas o, en el peor de los casos, ocultadas a la opinión pública. Según Cabrera, “la explicación es esencialmente política: los mandatarios mantienen sus dolencias bajo secreto para no debilitar su poder y para no influir en la lucha de sucesión”.
Son varios los mandatarios que han optado por ocultar su estado real de salud mientras estaban en el poder. François Miterrand es tal vez el caso más llamativo. Sufría cáncer de próstata, pero pronto su obsesión por esconder la enfermedad se transformó en paranoia. El presidente francés tenía miedo de ser objeto de espionaje médico internacional y de que le descubrieran. Claude Gubler, su médico personal, se vio obligado a acompañar a Mitterrand en sus viajes con el equipo a cuestas y a colgar el gotero de las perchas de los armarios de los hoteles para no poner clavos en las paredes. Gubler registraba a consciencia el cuarto de baño usado por su paciente y vaciaba las cisternas después del uso para estar seguro de no dejar rastro en las habitaciones de los hoteles que pudieran hacer sospechar que el presidente estaba enfermo. Gubler confesó que “jugaron al escondite con la muerte durante once años”.
A Mitterrand le costó revelar un cáncer. Pero lo habitual es ocultar trastornos psíquicos. Sea por vergüenza o, simplemente, por negar la realidad. “Los electores todavía estigmatizan los que sufren problemas mentales. Además, el gobernante cree que si el trastorno fuera público, podría perder votos. Y así no reconoce su propia debilidad”, sostiene Davidson. Para Owen, en todo caso hay que ser prudentes y no confundir el diagnóstico médico con el político. “La depresión y la enfermedad mental están extendidas y no pueden ser consideradas como una incapacidad automática para desempeñar un cargo público”, escribe. De hecho, se han dado hasta casos en los que los pacientes supieron aprovechar la enfermedad a su favor. Es el caso de Lincoln. “Es probable que dominar su depresión o aprender a vivir con ella contribuyera a su carácter como presidente”, señala. Pero lo mismo se puede decir con Churchill, por no hablar de Roosevelt, que padeció polio y problemas cardiacos y, pese a ello, pasó a la historia como uno de los mejores presidentes de la historia de EE.UU. “Los tres salieron reforzados y hasta fueron mejores líderes y más decisivos, porque fueron capaces de mejorar su capacidad de juicio. Es lo que se llama, en términos médicos, “realismo depresivo”, señala Owen.
El problema, más bien, tiene lugar cuando la enfermedad, psíquica o física, tiene consecuencias concretas sobre las políticas de los gobernantes. Según Davidson, Harold Wilson y Ronald Reagan (que sufrieron demencia), Nixon (adicto al alcohol) y Kennedy (dependiente de fármacos) tomaron decisiones equivocadas debido a su estado de salud. Por no hablar de aquellos mandatarios que, en un ataque narcisista y de endiosamiento, se dejaron llevar por su instinto en contra de la razón de Estado. Es lo que en la psiquiatría se conoce como síndrome de hybris.
El filósofo David E. Cooper definió la actitud propia de la hybris como “exceso de confianza en uno mismo, una actitud de mandar a freír espárragos a la autoridad y rechazar de entrada advertencias y consejos, tomándose a uno mismo como modelo. Según Owen, “la mayoría de los síndromes de personalidad suele manifestarse en las personas antes de los 18 años y perduran el resto de su vida. El hybris, en cambio, parece más bien como algo adquirido. Se manifiesta cuando el ejercicio del poder se ha asociado al éxito durante un largo periodo de tiempo y se ha ejercido con pocas restricciones”. Aunque no hay consenso en el mundo científico sobre la definición de esta patología, entre los políticos que pueden haber padecido el hybris, según Owen, estarían Tony Blair y George W. Bush. La controvertida invasión de Iraq, llevada a cabo pese a muchas críticas externas e internas, sería el ejemplo más claro de este trastorno.
De ahí la pregunta: ¿se puede evitar que el mandatario que acceda al poder desarrolle enfermedades que le impidan el ejercicio de su función? Uno podría pensar: tenemos a los políticos que nos merecemos. ¿Pero y los médicos? “Los tratamientos han sido en muchos casos muy inconsistentes, con profesionales que hacían todo lo que su poderoso paciente le pedía”, sostiene Davidson. Los doctores se encuentran a menudo entre la espada y la pared: decir la verdad sobre el estado de su asistido se puede considerar una violación del secreto profesional, pero engañar con medias verdades en un boletín es mentir a la opinión pública. Una posible solución es que, si hay que comunicar algo, el responsable sea el paciente o su gabinete. Y que el médico se encargue sólo de curar. En cambio, Owen y Davidson coinciden en que para frenar el hybris poco se puede hacer. “Ningún tratamiento puede sustituir la necesidad de autocontrol, la preservación de la modestia, la habilidad de reírse de sí mismo y la capacidad de escuchar a los demás”.
Para Cabrera, “un paciente tiene derecho a estar enfermo y a ser tratado bien. Pero yo creo que los ciudadanos deberían exigir, y es también su derecho, que sus gobernantes disfruten de una salud estable”. ¿Y si se llevara a cabo una valoración médica independiente al político antes de ocupar el cargo? De hecho, es una práctica común en las sociedades anónimas. Los accionistas exigen protección y transparencia en lo que se refiere a la salud de sus consejeros delgados. Aunque, en la política, es más difícil de llevar a la práctica. “¿Habrían apoyado los norteamericanos a Roosevelt en 1944, cuando se presentó a un cuarto mandato, de haber podido leer una valoración médica independiente que detallara su dolencia cardiaca?”, se pregunta Owen.
WINSTON CHURCHILL
El mismo primer ministro británico hacía bromas sobre sus condiciones psicofísicas. Dijo: “La salud es un estado transitorio que no presagia nada bueno”. En su juventud, Churchill fue proclive a la depresión. Confesó que no le gustaba estar cerca del borde de un andén cuando pasaba un tren, porque tenía la tentación de tirarse. Sufrió a lo largo de su vida muchos altibajos. En 1942, su jefe de Estado Mayor le describió así: “No se le puede juzgar según los criterios corrientes. Es una masa de contradicciones. Es un producto de la naturaleza, de humor tan variable como un día de abril”. También tenía afición a la bebida. “Las cantidades de licor que consumió –champán, brandy, whisky– fueron increíbles”, comentó, un funcionario, tras ver al premier en 1943.
F.D. ROOSEVELT
Contrajo la polio a los 39 años, pero el presidente intentó minimizar sus achaques a la opinión pública. De las 35.000 fotografías que se conservan en la Roosevelt Presidential Library, sólo dos lo muestran en silla de ruedas. Su médico le consideraba como comandante en jefe y tal vez no le cuidó como es debido. Baste pensar que se le hizo el primer chequeo médico completo sólo en 1944, once años después de su llegada a la presidencia, a instancia de su hija. Se le diagnosticó entonces hipertensión, disfunción e insuficiencia cardiaca y bronquitis aguda. Los médicos calificaron su estado como “terrible”. En la conferencia de Yalta, en febrero de 1945, estaba muy debilitado para negociar. En marzo del mismo año, en un discurso, confundió Yalta con Malta. Murió en abril.
EVA PERÓN
Según la revista The Lancet, la primera dama argentina (así como el resto del país) ignoraba que su histerectomía realizada en 1951 en secreto por un oncólogo estadounidense, George Pack, se debió al cáncer. Eva Perón murió sin conocer su diagnóstico, ni quien era el médico que la operó. La familia Perón no quiso afectar a la esposa del presidente con una carga añadida. Además, se temía que la noticia hubiera podido perjudicar el régimen. Según otra versión en La Nación, ocultar la enfermedad fue una elección casi obligada, porque, según los médicos, “Eva Perón era una mujer temperamental y no estaba predispuesta a hacer controles médicos con la perseverancia de las señoras de hoy”.
WOODROW WILSON
Según Georges Clemenceau, médico y primer ministro de Francia, Wilson sufrió de una “neurosis religiosa” durante la conferencia de Paz de 1919. Hay quien sostiene que entre 1919 y 1921 Estados Unidos fue gobernado por una mujer: Edith Galt, esposa de Wilson. Justo después de la conferencia, el mandatario sufrió un infarto cerebral que lo redujo a un estado semivegetativo. Su esposa obligó a los médicos a mantener el secreto profesional y, luego, de Estado. Se prohibieron las visitas. Edith sostuvo que su marido asentía y decidía sobre todos los asuntos, cosa difícil de creer. Las consecuencias políticas de la enfermedad fueron relevantes. Si Wilson hubiera estado en condiciones, tal vez habría involucrado su país en la Sociedad de Naciones, lo que habría supuesto un impulso para la paz.
GEORGE W. BUSH y TONY BLAIR
Ambos habrían sufrido el síndrome de hybris durante su mandato. Blair de joven tenía una gran pasión para la interpretación teatral y fue miembro de una banda de rock, lo que, según Owen, acentuó sus tendencias narcisistas. En cuanto a George W. Bush, sus convicciones religiosas derivaron, una vez en el cargo, en “creencias mesiánicas”. Su cuadro clínico fue delicado. Blair sufrió crisis de taquicardias, mientras que Bush había sido alcohólico (con las consecuencias que ello conlleva para la salud), pese a que él aseguró haberlo dejado en 1987.
J.F. KENNEDY
Cuando prestó juramento en el cargo, ocultó al electorado que padecía la enfermedad de Addison (una insuficiencia de las glándulas suprarreales). Se la diagnosticaron en 1947. Le dieron un año de vida y, antes de que empezara a recibir tratamiento, llegaron a administrarle los últimos sacramentos. Fue tratado con testosterona y esteroides, lo que le disparó el apetito sexual. Confesó al primer ministro británico Harold Mc Millan que necesitaba mantener relaciones sexuales tres veces por día para combatir sus dolores de cabeza. Tuvo problemas de espalda a lo largo de su vida, pero no a raíz de una herida de guerra, sino de un accidente de coche en 1938. Los médicos confirman que los pacientes con enfermedad de Addison presentan “casi sin excepción anormalidades psiquiátricas”: depresión, apatía, ansiedad, irritabilidad. El 29 de abril 1961, Kennedy ordenó acciones en Vietnam, cuando el día anterior había mantenido relaciones con la querida de un mafioso en Chicago. Una investigación periodística confirmó además que Kennedy consumió cocaína durante una visita a Las Vegas en 1960 y experimentó con marihuana y LSD.
FRANCISCO FRANCO
Las técnicas y máquinas de mantenimiento de los sistemas vitales permitieron prolongar la vida del Generalísimo, aunque llevara mucho tiempo inconsciente. Su agonía duró casi 25 días y fue mantenida en secreto. Para el historiador Paul Preston, “el mantener vivo a Franco mientras estaba en coma obedecía a que sus partidarios querían asegurarse de que el primer ministro que nombraría el Rey fuera una persona de su confianza”. Desde 1963, Franco padecía diabetes y tenía enfermedad de Parkinson.
JOSEPH STALIN
Usurpó el poder a Lenin, mientras este estaba en coma y su enfermedad era declarada secreto de Estado. Stalin era paranoico. Hasta hizo disparar a uno de sus guardias personales después de enterarse de que este había pedido que le arreglaran las botas para que no le crujieran: el líder soviético temía que el guardia pudiera acercarse a él sin que le oyera. Cuando Stalin sufrió su ataque fatal, pasaron doce horas sin que se llamara a ningún médico para que lo viera por miedo a sus posibles reacciones.
RICHARD NIXON
El 11 de octubre 1973, el primer ministro británico Edward Heath quiso hablar con Nixon sobre la situación en Oriente Medio. Al cabo de unos minutos, Kissinger volvió y dijo: “Cuando hablé con el presidente, estaba borracho”. El episodio es sintomático. El mandatario estadounidense también padecía depresión y paranoia y, según Owen, estuvo muy cerca de ser un “psicótico”: hacía llamadas telefónicas en plena madrugada y hasta amenazó, en estado de embriaguez, con tirar bombas atómicas a Corea del Norte. Desarrolló síntomas de hybris.
BORIS YELTSIN
El 31 de agosto de 1994, en Berlín, en una ceremonia para celebrar la marcha de los últimos solados rusos, Yeltsin arrebató de la mano la batuta del director y se puso a dirigir la Banda de la Policía de la ciudad, para luego cantar una canción popular rusa. Un mes después, en el aeropuerto de Shannon, no fue capaz de bajar del avión, a pesar de tener a todo el gobierno irlandés congregado a pie de la escalerilla para recibirlo, al estar borracho. Más allá de estos episodios, Yeltsin tuvo cinco ataques cardiacos mientras ocupaba el cargo. En 1996, pocos meses antes de implantarle cinco bypass cardiacos, estuvo bailando en Rostov en un concierto en el palco con unas bailarinas rusas.
ADOLF HITLER
Los psicólogos de la CIA consideraban que el líder nazi sufría de “histeria, paranoia, esquizofrenia, tendencias edípicas, autodegradación y sifilofobia, un miedo a la contaminación de la sangre”. Los autores sostenían que Hitler, más que estar sumido en la locura, era un “neurótico que carece de las adecuadas inhibiciones”. Su doctor, Theo Gilbert Morell, le inyectaba a diario un compuesto de cafeína, estricnina, glucosa, morfina, vitaminas, fermentos lácteos (y otro, aún más estrambótico, a base de testículo de toro y uva). Su temblor en el costado izquierdo era típico del parkinson. Sólo tenía un testículo, sufría hipocondría e insomnio y durante el asedio de su bunker consumió cocaína.
MAO ZEDONG
Fue despiadado y sádico. En marzo de 1927, el líder chino comentaba en la revista del Komintern: “Uno o dos ciudadanos golpeados hasta morir no es para tanto”. Según Owen, “en su caso hay algunas pruebas de enfermedad mental”. Periódicamente, Mao se pasaba meses en la cama, según su médico, “enfermo de preocupación”. Padecía trastornos bipolares. Contrajo malaria cerebral. En los setenta, tuvo problemas cardiacos y contrajo la enfermedad de Lou Gehrig.
FRANÇOIS MITTERRAND
Ocultó su estado de salud a los franceses durante once años. Se le diagnosticó un cáncer de próstata en 1981. La supervivencia media para un paciente con un cáncer tan avanzado era de tres años. Mitterrand dijo textualmente a su médico, Claude Gluber: “Ocurra lo que ocurra, no debe usted revelar nada. Es un secreto de Estado”. El presidente francés no lo reveló ni a su esposa ni a sus hijos.
Fuente: www.lavanguardia.com
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