2 ago 2012

San Bernardino: sistematizador de la economía escolástica

Por Murray N. Rothbard. (Publicado el 29 de enero de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/3924.
[Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El pensamiento económico hasta Adam Smith]

La gran mente y el gran sistematizador de la economía escolástica fue una paradoja entre paradojas: un santo franciscano estricto y ascético que vivió y escribió en medio del sofisticado mundo capitalista de la Toscana de principios del siglo XV. Aunque Santo Tomás de Aquino fue el sistematizador de todos los ámbitos del trabajo intelectual, sus ideas económicas estaban dispersas en fragmentos por todos sus escritos teológicos. San Bernardino de Siena (1380-1444) fue el primer teólogo después de Olivi en escribir una obra completa dedicada sistemáticamente a la economía escolástica. Buena parte de este pensamiento avanzado fue contribución del propio San Bernardino y la muy avanzada teoría de la utilidad subjetiva se copió palabra por palabra del hereje franciscano de dos siglos antes: Pierre de Jean Olivi.

El libro de San Bernardino, escrito como un conjunto de sermones en latín se tituló Sobre los contratos y la usura y se compuso durante los años 1431-1433. El tratado empezaba, lógicamente, con la institución y justificación del sistema de propiedad privada, seguía con el sistema y ética del comercio y continuaba explicando la determinación del valor y el precio en el mercado. Acababa con una larga explicación de la complicada cuestión de la usura.

El capítulo de San Bernardino sobre la propiedad privada no tenía nada remarcable. La propiedad se consideraba artificial y no natural, pero aún así vital para un orden económico eficiente. Sin embargo, una de las grandes contribuciones de San Bernardino fue la más completa y convincente explicación hasta entonces escrita de las funciones del empresario emprendedor. En primer lugar, se daba al mercader un certificado de salud aún más limpio que el que le daba Aquino. Sensatamente, y en contraste con las doctrinas tempranas, San Bernardino apuntaba que el comercio, como todas las demás profesiones, podía practicarse lícitamente o ilícitamente. Todos los oficios, incluyendo el de obispo, ofrecen ocasión para el pecado, difícilmente están limitados al comercio. Más en concreto, los mercaderes pueden realizar diversos tipos de servicios útiles: transportar productos de de regiones y países en los que abundan a donde escasean, conservar y almacenar bienes para que estén disponibles cuando los quieren los consumidores y, como artesanos o emprendedores industriales, transformando las materias primas en productos acabados. En resumen, el empresario puede realizar la útil función social de transportar, distribuir o fabricar bienes.

En su justificación del comercio, San Bernardino termina arreglándoselas para rehabilitar al pequeño comerciante, siempre desdeñado desde la antigua Grecia. Los importadores y mayoristas, apuntaba San Bernardino, compran en grandes cantidades y luego dividen el total vendiéndolo en fardos o cargas a los minoristas, que a su vez venden en pequeñas cantidades a los consumidores.

Con realismo, Bernardino no condena los beneficios; por el contrario, los beneficios son un retorno legítimo para el emprendedor por su labor, gastos y riesgos que asume.

San Bernardino luego inicia su penetrante análisis de la funciones del emprendedor. La capacidad de gestión, constata, es una rara combinación de competencia y eficiencia y por tanto merece una gran compensación. San Bernardino lista cuatro cualidades necesarias para un emprendedor con éxito: eficiencia o diligencia (industria), responsabilidad (solicitudo), trabajo (labores) y asunción de riesgos (pericula). Eficiencia significa para Bernardino estar bien informado de los precios, costes y calidades del producto y ser “sutil” en evaluar los riesgos y las oportunidades de beneficio, lo que, observaba sagazmente Bernardino, “en realidad muy pocos son capaces de hacer”. Responsabilidad significaba estar atento al detalle y también mantener bien las cuentas, algo necesario en los negocios. Los problemas, el trabajo duro e incluso las privaciones personales también son a menudo esenciales. Por todas estas razones y por el riesgo en que incurre, el empresario gana apropiadamente suficiente en sus inversiones exitosas como para mantenerle en el negocio y compensarle por todas sus penurias.

Sobre la determinación del valor, San Bernardino continuó la tradición escolástica clásica, en la que el valor y el precio justo vienen determinados por la estimación común del mercado. El precio fluctuará de acuerdo con la oferta, aumentando si la oferta es escasa y bajando si es abundante. Bernardino también tiene una penetrante explicación de la influencia del coste. El coste del trabajo, la habilidad y el riesgo no afectan directamente la precio, pero afectarán a la oferta de un producto y ceteris paribus (si todo lo demás es igual: una expresión usada por San Bernardino) las cosa que requieren más trabajo o ingenio para producirlas serán más caras y demandarán un mayor precio. Esta idea prefigura el análisis de Jevons y austriaco de la oferta y el coste más de cinco siglos después.

Como en el caso de otros escolásticos, sostenía que la estimación común del mercado era el precio común del mercado (pero no un precio fijado por la libre negociación individual). Se consideraba que el gobierno capaz de fijar un precio común de mercado por normativa obligatoria, pero esta posibilidad, como en el caso de la mayoría de los demás escolásticos, se rechazaba en seguida.

Como hemos dicho, San Bernardino se apropió, palabra a palabra, la notable teoría de la utilidad subjetiva del valor publicada (y previamente abandonada) por el franciscano Pierre de Jean Olivi. La contribución más importante de Bernardino a la teoría del precio justo como precio del mercado fue aplicarla al “salario justo”. Los salarios son el precio de los servicios de trabajo, apuntaba Bernardino, y por tanto el salario justo, o de mercado, vendrá determinado por la demanda y la oferta disponible de trabajo en el mercado. La desigualdad salarial es una función de las diferencias de habilidad, capacidad y formación. Se paga más a un arquitecto que a un cavador de zanjas, explicaba Bernardino, porque el primer trabajo requiere más inteligencia, capacidad y formación, por lo que menos hombre estarán cualificados para la tarea. Los trabajadores especializados son más escasos que los no especializados, por lo que los primeros merecen un salario más alto.

Con una sofisticada explicación del cambio de moneda, Bernardino da su imprimatur a las transacciones que eran la forma dominante en que se cargaban intereses ocultos por una transacción crediticia. Bernardino seguía la opinión tolerante de su maestro, Alejandro Lombardo. En general, las transacciones de cambio eran conversiones de moneda y no préstamos. Además, sólo era un interés cierto y sin riesgo sobre un préstamo, mientras que los tipos de cambio de moneda fluctuaban y eran por tanto impredecibles. Esto era técnicamente cierto, pero generalmente los prestamistas recibían intereses en las transacciones de cambio, pues el mercado de dinero estaba estructurado para favorecer así al prestamista. Bernardino también apuntaba que la conversión de monedas era necesaria por la gran diversidad de divisas y porque lo acuñado en un país no era aceptado en todas partes. Por tanto, los cambistas realizaban una función útil para permitir el comercio exterior, “que es esencial para la vida humana” y transfiriendo fondos de un país a otro sin que hiciera falta el envío real del metal.

San Bernardino de Siena fue una fascinante y paradójica combinación de analista brillante, culto y atento del mercado capitalista de su tiempo, y un santo asceta demacrado que condenaba los males mundanos y las prácticas comerciales. Bernardino nació en 1380, hijo de un alto funcionario de Siena. Su padre, Albertollo degli Albizzeschi, era gobernador del pueblo de Massa por la República de Siena. La madre de Bernardino también pertenecía a una importante familia local. Al ingresar en la estricta orden ascética de los franciscanos observantes, Bernardino fue pronto apreciado como orador viajante convincente y altamente popular, predicando por todo el norte y el centro de Italia. En la década de 1430 Bernardino fue nombrado vicario general de los franciscanos observantes. Durante tres veces en su vida se le ofrecieron a San Bernardino obispados (en Siena, Urbino y Ferrara) y siempre rechazó este honor, pues hubiera tenido que dejar la predicación.

Algunas de las predicaciones antimundanas de Bernardino se preocupaban por problemas de moralidad personal; así, deploraba la práctica de los mercaderes viajeros que estaban fuera de casa largos periodos y se profanaban viviendo en pecado carnal o incluso en sodomía, a la que el santo habitualmente se refería como “obscenidad”. De hecho, en su juventud, Bernardinó golpeó a un hombre que le había hecho proposiciones homosexuales.

Pero la principal contradicción entre el sofisticado analista de los negocios y el denunciante de las prácticas de los negocios reside en su condena de la usura. Rodeado por la cuna de la usura en Toscana, San Bernardino, igual que la mayoría de los escolásticos, encontraba que el realismo desaparecía de pronto a la puerta de la usura. Sobre el asunto de la usura, el brillante análisis y la opinión benigna del santo sobre el libre mercado le fallaba y la condenaba casi histéricamente: la usura era una vil infección, que afectaba a los negocios y la vida social. Aunque otros escolásticos habían considerado seriamente la objeción de que la Iglesia y la sociedad dependían de la usura, a Bernardino no le importaba. No: no podía ser. Todos los que sostenían que la usura era económicamente necesaria estaban cometiendo el pecado de la blasfemia, pues así estaban diciendo que Dios los había obligado a seguir un modo de actuar imposible. Abolamos la imposición de intereses, opinaba Bernardino, y la gente prestará libre y gratuitamente y además ahora se pedía prestado demasiado para fines frívolos y viciosos. La usura, tronaba el santo, destruye la caridad, es una enfermedad contagiosa, mancha las almas de todos en la sociedad, concentra todo el dinero de la ciudad en pocas manos o lo lleva fuera del país y lo que es peor, atrae justamente la ira de Dios sobre la ciudad y llama a los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Uno sólo puede sobrecogerse ante la furia de la sinrazón en la que cae este auténtico gran pensador en el asunto de la usura. Despotricando acerca de la audacia del usurero de “vender tiempo”, Bernardino fue más lejos que sus predecesores al insistir en que sólo Jesucristo “sabe el tiempo y la hora. Si por tanto no es nuestro saber el tiempo, mucho menos lo es venderlo”. ¿Es por tanto pecado mortal tener relojes? Bernardino concluye en un ataque de frenesí casi histérico contra el desventurado usurero:

“Por tanto, todos los santos y los ángeles del paraíso gritan contra él [el usurero], diciendo ‘Al infierno, al infierno, al infierno’. También los cielos con sus estrellas gritan diciendo ‘Al fuego, al fuego, al fuego’. Los planetas también claman ‘A las profundidades, a las profundidades, a las profundidades’”.

Y aún así, a pesar de todo esto, San Bernardino añade su gran prestigio al concepto que acabaría echando por tierra la prohibición de la usura: el lucrum cessans. Siguiendo al Ostiense y a una minoría de escolásticos del siglo XIV, Bernardino admite el lucrum cessans; es correcto cargar intereses en un préstamo que serían el rendimiento sacrificado (la oportunidad perdida) de una inversión legítima. Es verdad que Bernardino, como sus predecesores, limitaba el lucrum cessans estrictamente a un préstamo caritativo y rechazaba aplicarlo a los prestamistas profesionales. Pero realizó un importante avance analítico explicando que el lucrum cessans es legítimo porque en esta situación el dinero no es simplemente dinero estéril, sino “capital”. Como explicaba Bernardino, cuando un empresario presta de sus balances lo que hubiera ido a la inversión comercial, “no da el dinero en su aspecto simple, sino que también da su capital”. Más en detalle, escribe que por tanto el dinero “no sólo tiene el carácter de mero dinero o de una mera cosa, sino que también más allá de ello, tiene cierto carácter seminal de algo rentable, a lo que comúnmente llamamos capital. Por tanto, no sólo debe devolverse su valor simple, sino que debe añadirse también un valor adicional”.

En resumen, cuando el dinero funciona como capital ya no es estéril: como capital merece recibir un beneficio.

Hay algo más. En el curso de la larga argumentación contra la usura oculta en varias formas de contratos , la mente brillante de San Bernardino se tambalea, por primera vez en la historia, ante lo que luego se llamaría “preferencia temporal”; el que la gente prefiera los bienes presentes a los futuros (es decir, la posibilidad presente de bienes en el futuro). Pero no consigue advertir su importancia y la descarta. Quedó para el francés Turgot a finales del siglo XVIII y para el gran economista austriaco Eugen von Böhm-Bawerk el descubrimiento del principio en la década de 1880 y por tanto la resolución del antiguo problema de explicar y justificar la existencia y valor del tipo de interés.

Murray N. Rothbard (1926-1995) fue decano de la Escuela Austriaca. Fue economista, historiador de la economía y filósofo político libertario.

Este artículo está extraído de Historia del pensamiento económico, vol. 1, El pensamiento económico hasta Adam Smith.

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Fuente: mises

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