Preámbulo
Quede claro de antemano que no tengo nada contra el puerco ese «animal singular» de hocico sutil, desde luego mucho más refinado que nosotros en materia de tacto y olfato. Pero quede claro también: odio la glotonería almibarada y el tartufismo humanitario de eso que nuestros amigos anglosajones llaman «formal urban middle class» de la era postindustrial.
¿Por qué elegir el final de la década de los setenta para abrir este esquema sociofilosófico de las democracias de mercado contemporáneas? El progre del 68, ya maduro, no debe olvidar que, para el lector adolescente de la era Mitterrand, aquella fecha queda tan lejana como podía estarlo la guerra de Corea del Mayo del 68. Y que treinta y seis años separan al lector contemporáneo de los primeros discos de Bob Dylan, es decir, tantos como los transcurridos entre el final de la República de Weimar y los acontecimientos de Mayo.
La generosa agitación de los años sesenta daba entonces sus últimos coletazos, un poco como los grandes macizos montañosos se transforman suavemente en contrafuertes y colinas para dejar sitio a un paisaje domesticado de pastos y viñedos. Lo que ya sólo cabe llamar postizquierdismo languidecía plácidamente al amparo de la Noche, que, con su gente guapa, sus bailes, sus vértigos y sus comadreos, le permitía remolonear en un tránsito lúdico prolongado hasta el infinito, e incluso hacerse pasar por árbitro de elegancias, sin hundirse demasiado aprisa en las renegadas pestilencias de lo que, unos años antes, había pretendido imponerse como «nueva filosofía». El postizquierdismo intentaba aparentar no estar demasiado quemado y se presentaba como festivo, «razonablemente» de izquierdas y atento al devenir de los «universalismos». Aún no era momento de adornar sistemáticamente los términos «imperialismo» y «trusts» con comillas, de llamar «activistas» a los militantes, o de indignarse ante la manera en que Jean-Paul Sartre, Michel Foucault y otros «pedófilos narcoizquierdistas», tiranizaban el diario Libération con la complicidad de ciertos presidiarios evadidos. En aquel final de década, se produjo en efecto un milagro de la Noche, que hizo que el Dinero, la Moda, la Calle, el Periódico e incluso la Universidad se amodorrasen juntos y combinasen sus talentos para dar a luz esta paradoja: un equilibrio festivo, antesala amable de la «sociedad terciaria de servicios», que muy pronto iba a convertirse en la del aburrimiento, el espíritu de imitación, la cobardía y, sobre todo, el jueguecito de la envidia recíproca «el primero que se despierte envidia al otro».
Es uno de los secretos a voces de la vida parisina: cualquier petarda de medio pelo, incluso algo palurda, sabe que si la gente guapa baila a ritmo de swing, la «sociedad civil» no tardará en empezar a menearse. Un sociólogo un poco perspicaz habría observado con interés la lenta putrefacción del optimismo libertario convertido en cinismo libertariano, que se convertiría muy pronto en auxiliar de la Contrarreforma liberal que seguiría, y el paso del «sí, en fin, quiero decir...», del quinceañero progre pero simpático, al «no nos engañemos» del novato de Ciencias Políticas.
La impostura pseudolibertaria del «caos» y la «autoorganización» merecía una atención particular. El lector que se sorprenda al descubrir un análisis del caos tras la descripción de una velada en el Palace, no debe olvidar que ciertos partidarios de la Contrarreforma liberal veían en el «Gran Mercado» una manifestación de las virtudes «creativas» del caos, y deseaban por tanto liquidar lo antes posible el Estado-providencia, esa molesta «estructura disipativa» heredada de la segunda ola industrial, para hacer sitio a la tercera ola postindustrial, ligera, urbana y nómada.
La Contrarreforma liberal pretendía haber captado al vuelo el guiño de la Naturaleza el orden socioeconómico surgió tan naturalmente como las especies mejor dotadas para la supervivencia, pero no hacía más que reconciliarse con la tradición inglesa de la Aritmética política y de un control social tan barato como el hambre, capaz de domesticar al «hombre ordinario» y convertirlo en una criatura estadística, el «Hombre medio» de los sociopolitólogos. Hombre medio que aparece como producto de una potente ingeniería sociopolítica que había conseguido transformar lo que Marx llamaba «campesino libre de Inglaterra» en ciudadano-panelista, átomo productor-consumidor de bienes y servicios sociopolíticos.
Pasar de carne de cañón a carne de consenso es desde luego un «progreso». Pero estas carnes se corrompen enseguida: la materia prima consensual es esencialmente putrescible y se transforma en una unanimidad populista de las mayorías silenciosas, que nunca es inocente. A este populismo clásico parece sumarse entonces un populismo yuppie un tecnopopulismo que no duda en alardear de su carnívora posmodernidad, listo para localizar y digerir el best-of de los bienes y servicios del planeta. El punto de vista tecnopopulista se exhibe ahora sin complejos y pretende reconciliar dos espiritualidades: la del tendero de la esquina y el jefe de contabilidad «la pela es la pela» con la espiritualidad administrativa del inspector de Hacienda en otro tiempo un poco más ambiciosa?
Estas dos espiritualidades caminan desde ahora cogidas de la mano, seguras de su legitimidad y repartiendo ultimátums: «¿Para qué sirven ustedes? Deberían avergonzarse de ser tan abstractos, tan elitistas», irritadas, si no exasperadas, por toda actividad que no se deje acotar en el limitado horizonte de un jefe de contabilidad y suponga, por consiguiente, un desafío insoportable a la miseria del «pragmatismo» contemporáneo que tanto le gusta invocar al tecnopopulista. Ahora tocamos un punto sensible de su tartufismo: se siente insultado por todo lo que le supera y denuncia como «elitista» toda iniciativa mínimamente alejada de las preocupaciones del «hombre de la calle» de lo que se ha dado en llamar «las cosas serias de la vida» y de la simplonería de su «querer-comunicar».
Por eso, para nuestros «demócratas» tecnopopulistas, la enseñanza es siempre demasiado cara, pues de todas maneras la cretinización a través de la comunicación sustituye ventajosamente al autoritarismo de antaño.
Un conocimiento, aunque sea somero, de países como Alemania, Inglaterra o Francia, muestra sin embargo que los periodos más brillantes de su historia siempre han resultado de una capacidad para acondicionar espacios al abrigo de las presiones de la demanda social inmediata, de las jerarquías establecidas, y por tanto aptos para acoger nuevos talentos sin distinción de clase, en resumen, para albergar a una aristocracia cultural no cooptada por el nacimiento o el dinero.
Es fácil adivinar por qué el tecnopopulismo fomenta las bajezas y cobardías del hombre medio, y sobre todo las de su vanguardia técnico-comercial, esos pequeños truhanes portuarios iniciados en la econometría, todos esos prototipos poco apetitosos que vuelven locos a los institutos de predicción, esos «comedores de hombres» en 4 X 4, cuyo sentido crítico no es muy superior al de la tenia, y que se pasan el día rumiando su «no hay que soñar» y su «yo soy diferente».
El tecnopopulismo distingue cuidadosamente entre dos «radicalismos», uno que detesta sospechoso de ser enemigo de la democracia, porque intenta sustraerse a la patanería y la impaciencia contemporáneas y espera dar al traste con los escenarios socioeconómicos del Banco Mundial y otro cuyo fuerte olor a mayoría moral aprecia: el del Hombre del saco y el de las picotas mediáticas. Si le pidiesen que definiese la new-age, el tecnopopulista respondería: «Es la era de Internet, las asociaciones de madres de familia videoadictas y la silla eléctrica». Por eso le encanta transfigurar sus Agripinas, sus Thénardiers y sus Tartarines en Gavroches de plató televisivo, fustigadores de «privilegios» y rebosantes de Causas Justas.
Pero aún hay más: lo que vale para los individuos vale también para los pueblos; toda protección social, toda noción de servicio público «mantenida artificialmente fuera del mercado», esto es, toda conquista histórica, debe ser borrada y denunciada como un «privilegio» que amenaza los grandes equilibrios y dispara las señales de alarma socioeconómicas de la Historia prometida por los tecnopopulistas del mundo entero. Pues sólo calculando su peso «real» econométrico y rechazando resueltamente todo patrón «utópico y marxistizante», cada país podrá pretender un puesto de preferencia en el cuadro de honor de la prosperidad mundial.
Los franceses han tardado mucho tiempo en comprender que esto concierne a todo el mundo y no sólo a los «metecos» del Sur. Por eso, desde 1974, el tecnopopulismo está inquieto: Francia «pesa demasiado», sufre de obesidad simbólica, y la intolerable «singularidad francesa» surgió, hace ya diez años, como un golpe de efecto orquestado por los jóvenes pedantes del Instituto de estudios políticos.
Los contrarreformistas liberales y con ellos muchos otros pueden estar contentos: Francia se acerca simbólicamente a sus cuotas de mercado, y muchos de sus intelectuales tienen algo que ver en el asunto. La República ya no es tan orgullosa: por fin se ha resignado a un destino a la medida de sus posibilidades el de subprefectura «democrática» del Nuevo Orden Mundial que sabe arrodillarse ante una opinión cuya fabricación se le escapa cada vez más y abandona esa idea «jacobina» según la cual el valor de la democracia se justifica exclusivamente por la excelencia de los destinos que persigue idealmente para todos, sin plegarse a la media de los egoísmos y vilezas de cada uno. No es extraño por tanto que la peste nacionalracista vuelva a asomar a la superficie... Casi han conseguido transformar un gran pueblo en un audímetro servil y provinciano, y una parte de su elite intelectual en populacho compradore, en cuarterón de subalternos editorialistas de esos formidables evacuatorios mentales en que se han convertido las democracias de mercado ?siempre atareadas en recortar sus agregados económicos poco favorables, producto de la fermentación de cientos, y pronto miles de millones, de psicologías de consumidores-panelistas devorados por la envidia y el deseo de acaparar al menor coste posible.
«¡Positivizad y maximizad igual que respiráis!», podría ser el eslogan de esta clase media mundial convencida de estar viviendo el Fin de la Historia. Este final de la Historia no sería, después de todo, más que el descubrimiento de una forma óptima de termitero, o más bien de yogurtera de clase media de la que Singapur sería un siniestro modelo reducido, que administra las fermentaciones mentales y afectivas mínimas de protozoarios sociales.
«Intercambiaréis cinismo mercantil permanente por lágrimas de cocodrilo de ocasión»: esta es la divisa de la yogurtera, pues desde el caso Diana sabemos que ya ni siquiera es necesario ser actor o cantante para convertirse en una estrella, y que basta con divorciarse y respirar para hacer lloriquear a dos mil millones de hombres.
Para la Contrarreforma liberal ya no hay duda: el siglo XXI verá el triunfo completo del individuo. Sin pretenderlo, por supuesto, nos conduce al corazón del futuro combate político-filosófico: hacerlo todo para que el hombre ordinario, ese singular que nunca se produce ni termina, no se confunda nunca más con el Homo eco-comunicans de las democracias de mercado.
Vencer al tecnopopulismo, desechar las yogurteras, es también vencer al nacionalracismo... Eso exige una filosofía de combate. La intelligentsia francesa aún está a tiempo de volver en sí, de dejar de lado a los Trissotin y a las escritoras posmodernas y, sobre todo, de poner término a la cretinización soft a la anglosajona a su «rortyfication», de reaccionar y rechazar, en suma, un destino de rebaño cognitivo suscitando más polémica y prestando menos atención a las modas.
Quede claro de antemano que no tengo nada contra el puerco ese «animal singular» de hocico sutil, desde luego mucho más refinado que nosotros en materia de tacto y olfato. Pero quede claro también: odio la glotonería almibarada y el tartufismo humanitario de eso que nuestros amigos anglosajones llaman «formal urban middle class» de la era postindustrial.
¿Por qué elegir el final de la década de los setenta para abrir este esquema sociofilosófico de las democracias de mercado contemporáneas? El progre del 68, ya maduro, no debe olvidar que, para el lector adolescente de la era Mitterrand, aquella fecha queda tan lejana como podía estarlo la guerra de Corea del Mayo del 68. Y que treinta y seis años separan al lector contemporáneo de los primeros discos de Bob Dylan, es decir, tantos como los transcurridos entre el final de la República de Weimar y los acontecimientos de Mayo.
La generosa agitación de los años sesenta daba entonces sus últimos coletazos, un poco como los grandes macizos montañosos se transforman suavemente en contrafuertes y colinas para dejar sitio a un paisaje domesticado de pastos y viñedos. Lo que ya sólo cabe llamar postizquierdismo languidecía plácidamente al amparo de la Noche, que, con su gente guapa, sus bailes, sus vértigos y sus comadreos, le permitía remolonear en un tránsito lúdico prolongado hasta el infinito, e incluso hacerse pasar por árbitro de elegancias, sin hundirse demasiado aprisa en las renegadas pestilencias de lo que, unos años antes, había pretendido imponerse como «nueva filosofía». El postizquierdismo intentaba aparentar no estar demasiado quemado y se presentaba como festivo, «razonablemente» de izquierdas y atento al devenir de los «universalismos». Aún no era momento de adornar sistemáticamente los términos «imperialismo» y «trusts» con comillas, de llamar «activistas» a los militantes, o de indignarse ante la manera en que Jean-Paul Sartre, Michel Foucault y otros «pedófilos narcoizquierdistas», tiranizaban el diario Libération con la complicidad de ciertos presidiarios evadidos. En aquel final de década, se produjo en efecto un milagro de la Noche, que hizo que el Dinero, la Moda, la Calle, el Periódico e incluso la Universidad se amodorrasen juntos y combinasen sus talentos para dar a luz esta paradoja: un equilibrio festivo, antesala amable de la «sociedad terciaria de servicios», que muy pronto iba a convertirse en la del aburrimiento, el espíritu de imitación, la cobardía y, sobre todo, el jueguecito de la envidia recíproca «el primero que se despierte envidia al otro».
Es uno de los secretos a voces de la vida parisina: cualquier petarda de medio pelo, incluso algo palurda, sabe que si la gente guapa baila a ritmo de swing, la «sociedad civil» no tardará en empezar a menearse. Un sociólogo un poco perspicaz habría observado con interés la lenta putrefacción del optimismo libertario convertido en cinismo libertariano, que se convertiría muy pronto en auxiliar de la Contrarreforma liberal que seguiría, y el paso del «sí, en fin, quiero decir...», del quinceañero progre pero simpático, al «no nos engañemos» del novato de Ciencias Políticas.
La impostura pseudolibertaria del «caos» y la «autoorganización» merecía una atención particular. El lector que se sorprenda al descubrir un análisis del caos tras la descripción de una velada en el Palace, no debe olvidar que ciertos partidarios de la Contrarreforma liberal veían en el «Gran Mercado» una manifestación de las virtudes «creativas» del caos, y deseaban por tanto liquidar lo antes posible el Estado-providencia, esa molesta «estructura disipativa» heredada de la segunda ola industrial, para hacer sitio a la tercera ola postindustrial, ligera, urbana y nómada.
La Contrarreforma liberal pretendía haber captado al vuelo el guiño de la Naturaleza el orden socioeconómico surgió tan naturalmente como las especies mejor dotadas para la supervivencia, pero no hacía más que reconciliarse con la tradición inglesa de la Aritmética política y de un control social tan barato como el hambre, capaz de domesticar al «hombre ordinario» y convertirlo en una criatura estadística, el «Hombre medio» de los sociopolitólogos. Hombre medio que aparece como producto de una potente ingeniería sociopolítica que había conseguido transformar lo que Marx llamaba «campesino libre de Inglaterra» en ciudadano-panelista, átomo productor-consumidor de bienes y servicios sociopolíticos.
Pasar de carne de cañón a carne de consenso es desde luego un «progreso». Pero estas carnes se corrompen enseguida: la materia prima consensual es esencialmente putrescible y se transforma en una unanimidad populista de las mayorías silenciosas, que nunca es inocente. A este populismo clásico parece sumarse entonces un populismo yuppie un tecnopopulismo que no duda en alardear de su carnívora posmodernidad, listo para localizar y digerir el best-of de los bienes y servicios del planeta. El punto de vista tecnopopulista se exhibe ahora sin complejos y pretende reconciliar dos espiritualidades: la del tendero de la esquina y el jefe de contabilidad «la pela es la pela» con la espiritualidad administrativa del inspector de Hacienda en otro tiempo un poco más ambiciosa?
Estas dos espiritualidades caminan desde ahora cogidas de la mano, seguras de su legitimidad y repartiendo ultimátums: «¿Para qué sirven ustedes? Deberían avergonzarse de ser tan abstractos, tan elitistas», irritadas, si no exasperadas, por toda actividad que no se deje acotar en el limitado horizonte de un jefe de contabilidad y suponga, por consiguiente, un desafío insoportable a la miseria del «pragmatismo» contemporáneo que tanto le gusta invocar al tecnopopulista. Ahora tocamos un punto sensible de su tartufismo: se siente insultado por todo lo que le supera y denuncia como «elitista» toda iniciativa mínimamente alejada de las preocupaciones del «hombre de la calle» de lo que se ha dado en llamar «las cosas serias de la vida» y de la simplonería de su «querer-comunicar».
Por eso, para nuestros «demócratas» tecnopopulistas, la enseñanza es siempre demasiado cara, pues de todas maneras la cretinización a través de la comunicación sustituye ventajosamente al autoritarismo de antaño.
Un conocimiento, aunque sea somero, de países como Alemania, Inglaterra o Francia, muestra sin embargo que los periodos más brillantes de su historia siempre han resultado de una capacidad para acondicionar espacios al abrigo de las presiones de la demanda social inmediata, de las jerarquías establecidas, y por tanto aptos para acoger nuevos talentos sin distinción de clase, en resumen, para albergar a una aristocracia cultural no cooptada por el nacimiento o el dinero.
Es fácil adivinar por qué el tecnopopulismo fomenta las bajezas y cobardías del hombre medio, y sobre todo las de su vanguardia técnico-comercial, esos pequeños truhanes portuarios iniciados en la econometría, todos esos prototipos poco apetitosos que vuelven locos a los institutos de predicción, esos «comedores de hombres» en 4 X 4, cuyo sentido crítico no es muy superior al de la tenia, y que se pasan el día rumiando su «no hay que soñar» y su «yo soy diferente».
El tecnopopulismo distingue cuidadosamente entre dos «radicalismos», uno que detesta sospechoso de ser enemigo de la democracia, porque intenta sustraerse a la patanería y la impaciencia contemporáneas y espera dar al traste con los escenarios socioeconómicos del Banco Mundial y otro cuyo fuerte olor a mayoría moral aprecia: el del Hombre del saco y el de las picotas mediáticas. Si le pidiesen que definiese la new-age, el tecnopopulista respondería: «Es la era de Internet, las asociaciones de madres de familia videoadictas y la silla eléctrica». Por eso le encanta transfigurar sus Agripinas, sus Thénardiers y sus Tartarines en Gavroches de plató televisivo, fustigadores de «privilegios» y rebosantes de Causas Justas.
Pero aún hay más: lo que vale para los individuos vale también para los pueblos; toda protección social, toda noción de servicio público «mantenida artificialmente fuera del mercado», esto es, toda conquista histórica, debe ser borrada y denunciada como un «privilegio» que amenaza los grandes equilibrios y dispara las señales de alarma socioeconómicas de la Historia prometida por los tecnopopulistas del mundo entero. Pues sólo calculando su peso «real» econométrico y rechazando resueltamente todo patrón «utópico y marxistizante», cada país podrá pretender un puesto de preferencia en el cuadro de honor de la prosperidad mundial.
Los franceses han tardado mucho tiempo en comprender que esto concierne a todo el mundo y no sólo a los «metecos» del Sur. Por eso, desde 1974, el tecnopopulismo está inquieto: Francia «pesa demasiado», sufre de obesidad simbólica, y la intolerable «singularidad francesa» surgió, hace ya diez años, como un golpe de efecto orquestado por los jóvenes pedantes del Instituto de estudios políticos.
Los contrarreformistas liberales y con ellos muchos otros pueden estar contentos: Francia se acerca simbólicamente a sus cuotas de mercado, y muchos de sus intelectuales tienen algo que ver en el asunto. La República ya no es tan orgullosa: por fin se ha resignado a un destino a la medida de sus posibilidades el de subprefectura «democrática» del Nuevo Orden Mundial que sabe arrodillarse ante una opinión cuya fabricación se le escapa cada vez más y abandona esa idea «jacobina» según la cual el valor de la democracia se justifica exclusivamente por la excelencia de los destinos que persigue idealmente para todos, sin plegarse a la media de los egoísmos y vilezas de cada uno. No es extraño por tanto que la peste nacionalracista vuelva a asomar a la superficie... Casi han conseguido transformar un gran pueblo en un audímetro servil y provinciano, y una parte de su elite intelectual en populacho compradore, en cuarterón de subalternos editorialistas de esos formidables evacuatorios mentales en que se han convertido las democracias de mercado ?siempre atareadas en recortar sus agregados económicos poco favorables, producto de la fermentación de cientos, y pronto miles de millones, de psicologías de consumidores-panelistas devorados por la envidia y el deseo de acaparar al menor coste posible.
«¡Positivizad y maximizad igual que respiráis!», podría ser el eslogan de esta clase media mundial convencida de estar viviendo el Fin de la Historia. Este final de la Historia no sería, después de todo, más que el descubrimiento de una forma óptima de termitero, o más bien de yogurtera de clase media de la que Singapur sería un siniestro modelo reducido, que administra las fermentaciones mentales y afectivas mínimas de protozoarios sociales.
«Intercambiaréis cinismo mercantil permanente por lágrimas de cocodrilo de ocasión»: esta es la divisa de la yogurtera, pues desde el caso Diana sabemos que ya ni siquiera es necesario ser actor o cantante para convertirse en una estrella, y que basta con divorciarse y respirar para hacer lloriquear a dos mil millones de hombres.
Para la Contrarreforma liberal ya no hay duda: el siglo XXI verá el triunfo completo del individuo. Sin pretenderlo, por supuesto, nos conduce al corazón del futuro combate político-filosófico: hacerlo todo para que el hombre ordinario, ese singular que nunca se produce ni termina, no se confunda nunca más con el Homo eco-comunicans de las democracias de mercado.
Vencer al tecnopopulismo, desechar las yogurteras, es también vencer al nacionalracismo... Eso exige una filosofía de combate. La intelligentsia francesa aún está a tiempo de volver en sí, de dejar de lado a los Trissotin y a las escritoras posmodernas y, sobre todo, de poner término a la cretinización soft a la anglosajona a su «rortyfication», de reaccionar y rechazar, en suma, un destino de rebaño cognitivo suscitando más polémica y prestando menos atención a las modas.
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