Publicado en la Revista de la CEPAL 85. Abril 2006
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En este artículo se sostiene que la pobreza tiene carácter multidimensional y que el modo como se la define determina tanto las formas de medirla como las políticas para superarla. Tras pasar revista a diferentes definiciones, se señala que hay cierto consenso en que la pobreza es la privación de los activos y oportunidades esenciales a los que tienen derecho todos los seres humanos; se examinan conceptos relacionados con la pobreza, como los de vulnerabilidad, desigualdad, marginalidad, exclusión y discriminación, y se analizan las formas específicas que adquiere la pobreza desde una perspectiva de género. Enseguida, se examina el vínculo entre las definiciones de pobreza y las políticas que se implementan; se relacionan las políticas para enfrentar la pobreza y las políticas de género, y se elabora una tipología que distingue cuatro tipos de políticas con diversos despliegues de acciones, proyectos y programas concebidos para disminuir la pobreza de género.
Actualmente se reconoce que la pobreza y la desigualdad son fenómenos que aumentan y no han sido superados en la región latinoamericana: "la pobreza y la desigualdad social siguen siendo objetivos esquivos de nuestro desarrollo y han sido duramente golpeados en los últimos años por nuestra vulnerabilidad macroeconómica" (Ocampo, 2002).
Los procesos de pobreza son aspectos de fenómenos más amplios que se relacionan con los modelos y las estrategias de desarrollo puestos en marcha. Estos modelos y estrategias delimitan las opciones de apertura comercial y financiera, las políticas macroeconómicas y mesoeconómicas que son mediadas por instituciones, las normas y prácticas que en conjunto definen el acceso de los individuos y sus familias al uso y control de los recursos y, específicamente, el acceso al mercado laboral y a los ingresos. Al tradicional rezago latinoamericano en materia de pobreza y distribución de ingresos se agrega el empobrecimiento reciente de grandes sectores medios de la población latinoamericana a raíz de las crisis económicas que afectaron a la región, y con especial fuerza a algunos países, en el decenio de 1990. Además, existen evidencias acumuladas de que los efectos de estas crisis han perjudicado de diferente manera a hombres y mujeres (CEPAL, 2003 y 2004b).
Se ha llegado a cierto consenso en que la pobreza es la privación de activos y oportunidades esenciales a los que tienen derecho todos los seres humanos. La pobreza está relacionada con el acceso desigual y limitado a los recursos productivos y con la escasa participación en las instituciones sociales y políticas. Deriva de un acceso restrictivo a la propiedad, de bajos ingreso y consumo, de limitadas oportunidades sociales, políticas y laborales, de insuficientes logros educativos, en salud, en nutrición, en acceso, uso y control en materia de recursos naturales, y en otras áreas del desarrollo. Según Amartya Sen y su enfoque de las capacidades y realizaciones, una persona es pobre si carece de los recursos necesarios para llevar a cabo un cierto mínimo de actividades (Sen, 1992a y 1992b). Desai, citado en Control Ciudadano (1997), propone cinco capacidades básicas y necesarias: la capacidad de permanecer vivo y de disfrutar de una vida larga; la capacidad de asegurar la reproducción intergeneracional biológica y cultural; la capacidad de disfrutar de una vida saludable; la capacidad de interacción social (capital social) y la capacidad de tener conocimiento y libertad de expresión y pensamiento. De esta forma, la pobreza se enlaza con los derechos de las personas a una vida digna y que cubra sus necesidades básicas, es decir, con los denominados derechos económicos, sociales y culturales.
Asimismo, se sostiene que la pobreza es de naturaleza compleja, relacional y multidimensional. Las causas y características de la pobreza difieren de un país a otro y la interpretación de la naturaleza precisa de la pobreza depende de factores culturales, como los de género, raza y etnia, así como del contexto económico, social e histórico.
Este trabajo examina diversas concepciones de la pobreza y sus connotaciones desde una perspectiva de género; analiza brevemente las políticas orientadas a enfrentar la pobreza, y finalmente elabora una tipología que relaciona tales políticas con las que apuntan a la equidad de género.
II. Las dimensiones múltiples de la pobreza
Hace más de dos décadas la CEPAL definía la pobreza como "un síndrome situacional en el que se asocian el infraconsumo, la desnutrición, las precarias condiciones de vivienda, los bajos niveles educacionales, las malas condiciones sanitarias, una inserción inestable en el aparato productivo, actitudes de desaliento y anomia, poca participación en los mecanismos de integración social, y quizá la adscripción a una escala particular de valores, diferenciada en alguna medida de la del resto de la sociedad" (Altimir, 1979). En esta primera definición surgen elementos que dan cuenta de las múltiples dimensiones a las que la pobreza alude: aspectos relativos a alimentación, vivienda, educación, salud, inserción en el mercado laboral y participación social, así como a otros de carácter subjetivo y simbólico y que definen también áreas diversas para la intervención de las políticas sociales.
El concepto de pobreza se ha elaborado y la pobreza se ha medido en función de carencias o necesidades básicas insatisfechas, utilizando indicadores como la ingesta de alimentos, el nivel de ingresos, el acceso a la salud, la educación y la vivienda. La CEPAL ha desarrollado una metodología para medir la pobreza sobre la base del costo de satisfacer las necesidades básicas, mediante el trazado de líneas de pobreza definidas en términos de consumo o ingreso. Este método indirecto centra las mediciones en las carencias materiales. Tiene la ventaja de que permite establecer comparaciones internacionales y efectuar una buena aproximación a la capacidad de consumo de los hogares. Según las últimas mediciones de la CEPAL para 2002, ese año vivía en la pobreza el 44% de la población latinoamericana, porcentaje que significa 221 millones de personas, de las cuales alrededor de 97 millones eran indigentes. Para 2004 se proyecta una leve disminución en los porcentajes: la pobreza afectaría a 42,9% de la población latinoamericana y la indigencia a 18,6% de ella, de modo que 222 millones de personas se encontrarían en situación de pobreza y 96 millones en la indigencia (CEPAL, 2003 y 2004b).
Sin embargo, el método basado en el ingreso no considera que el nivel de vida del hogar depende en parte del patrimonio acumulado ni que la distribución interna de los recursos obtenidos es desigual entre miembros de distinto sexo y edad. Además, el ingreso es una variable difícil de medir, ya que adolece de subregistros sistemáticos y presenta proporciones significativas de no respuesta. Más aún, al considerar exclusivamente ingresos corrientes en efectivo, no toma en cuenta los recursos acumulados (patrimonio) del hogar, las transferencias indirectas y subsidios del Estado en especie (servicios de salud y educación, por ejemplo). Además, con frecuencia las líneas de pobreza cortan intervalos modales de la distribución del ingreso, en los cuales se concentra mayor número de personas. En estas condiciones, las mediciones de la pobreza tienden a ser muy sensibles a cambios causados por situaciones coyunturales (incrementos de la inflación o el desempleo, por ejemplo), mostrando aumentos o disminuciones drásticas en la incidencia de la pobreza (Martínez, 2002).
En la actualidad se está tratando de incorporar en las mediciones aspectos no materiales de la pobreza, relacionados con la ampliación y fortalecimiento del capital social de la población pobre por medio de su participación en las redes sociales de intercambio: educación, trabajo, información, poder político. Este mejoramiento de los niveles de participación de la población pobre acrecienta la cultura democrática y solidaria en la sociedad, y el tiempo libre del que pueden disponer las personas para el descanso y la recreación también representa un bien valioso en situaciones en que la dificultad de generar recursos para la supervivencia lleva a alargar la jornada laboral. En suma, se han identificado seis fuentes de bienestar de las personas y hogares: i) el ingreso; ii) los derechos de acceso a servicios o bienes gubernamentales gratuitos o subsidiados; iii) la propiedad o derechos sobre activos para uso o consumo básico (patrimonio básico acumulado); iv) los niveles educativos, con las habilidades y destrezas como expresiones de la capacidad de hacer y entender; v) el tiempo disponible para la educación, el ocio y la recreación, y vi) las dimensiones que en conjunto fortalecen la autonomía de las personas. De esta forma, la pobreza queda definida en su versión más amplia por los ingresos bajos o nulos; la falta de acceso a bienes y servicios provistos por el Estado, como seguridad social y salud, entre otros; la no propiedad de una vivienda y otro tipo de patrimonio; nulos o bajos niveles educativos y de capacitación, y la carencia de tiempo libre para actividades educativas, de recreación y descanso, todo lo cual se expresa en falta de autonomía y en redes familiares y sociales inexistentes o limitadas. Sin duda que al aumentar el número de dimensiones incluidas en el concepto de pobreza se diluye la especificidad de este concepto y su medición se vuelve más compleja.
Cada vez más se incorporan aspectos no materiales que se relacionan con el bienestar de las personas y otros de carácter más cualitativo, como los vinculados a la vulnerabilidad, la inseguridad y la exclusión social. Por otra parte, la visión que tienen los pobres de su propia situación y la concepción de la pobreza en las distintas culturas nacionales y locales han ido adquiriendo progresivamente mayor peso como variables de análisis. La fundamental es que existiría un conjunto de aspectos que no son fáciles de medir en términos cuantitativos y monetarios, que influyen fuertemente en la condición de pobreza: son variables vinculadas a componentes sicosociales y culturales, y a dimensiones normativas, institucionales y cognitivas. Además, desde la filosofía se ha hecho hincapié en los aspectos éticos de la pobreza, en hacer compatibles ciertos principios de igualdad y libertad con los criterios de distribución, así como con los derechos de los pobres y con el respeto a sus preferencias (Dieterlen, 2003).
Poner a la pobreza en el centro de la preocupación de las políticas públicas puede influir fuertemente en las posibilidades de superarla, porque puede cambiar la amplitud y naturaleza de las relaciones entre los sectores pobres y aquellos que no lo son: en suma, puede modificar la amplitud de las redes sociales y el grado de asociatividad existente entre familias y grupos con capital social de unión (bonding social capital), capital social de puente entre grupos similares (bridging social capital) y capital social de escalera, entre grupos con distinto acceso a los recursos económicos, sociales y simbólicos (linking social capital).1 Significa hacer hincapié en el papel de las relaciones sociales de confianza, reciprocidad y cooperación, en la sustentabilidad de iniciativas comunitarias y de diversas estrategias de vida para mitigar los efectos de la pobreza. El concepto de capital social, si bien en un comienzo se utilizó para denotar la capacidad de los grupos desposeídos para reaccionar frente a las crisis económicas, a las "fallas del mercado" y a los efectos de la desigualdad económica, el debate en curso ha permitido también analizar lo que ha contribuido a perpetuar la exclusión social y la reproducción de la pobreza. En el ámbito de la intervención estatal se estima que la promoción del capital social en las estrategias de desarrollo permitirá que los actores tengan mayores niveles de participación y protagonismo en la solución de sus problemas (Arriagada, I., Miranda y Pavez, 2004).
En síntesis, se podría decir que hay ciertas dimensiones básicas de la pobreza que deberán considerarse para una adecuada intervención de las políticas públicas:
Dimensión sectorial: educación, empleo, salud, ingresos e inserción laboral, vivienda. Factores adscritos: el género, la raza y la etnia que cruzan las dimensiones sectoriales. También se debe considerar la edad y el ciclo de vida de las personas.
Dimensiones territoriales: Para contribuir a la superación de la pobreza hay que trabajar a partir de las iniciativas y potencialidades existentes en los sectores pobres (capital social) y en el entorno donde ellos residen o trabajan (Raczynski, 2003).
Dimensión familiar: es preciso tener en cuenta la etapa y el ciclo de vida familiar en que se hallan las personas, así como los intercambios económicos y la distribución del trabajo al interior de la familia. Esto podría indicar que algunos miembros de hogares no pobres (por ejemplo, mujeres sin ingresos propios) podrían ser consideradas pobres de la misma forma que hombres de hogares pobres podrían no serlo si la distribución de recursos al interior del hogar es inequitativa y ellos conservan para su propia disposición la mayor parte de sus ingresos.
1. La pobreza desde una perspectiva de género
La pobreza vista desde la perspectiva de género plantea que las mujeres son pobres por razones de discriminación de género. El carácter subordinado de la participación de las mujeres en la sociedad, por ejemplo, limita sus posibilidades de acceder a la propiedad y al control de los recursos económicos, sociales y políticos. Su recurso económico fundamental es el trabajo remunerado, al cual acceden en condiciones de mucha desigualdad, dada la actual división del trabajo por género en que las mujeres asumen el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos de manera casi exclusiva, y la persistencia de formas tradicionales y nuevas de discriminación para el ingreso y permanencia de las mujeres en el mercado laboral. Si bien la situación en América Latina no es similar para el conjunto de mujeres, en ningún país se logra el mismo ingreso por igual trabajo entre hombres y mujeres: la existencia de una gran segmentación ocupacional, tanto vertical como horizontal, hace que las mujeres no ocupen los mismos puestos de trabajo ni accedan a los niveles superiores de las ocupaciones a la par con los hombres. A ello se yuxtaponen visiones esencialistas que atribuyen a las mujeres características que las colocan en situación de inferioridad ante los hombres, ligando su potencial reproductivo con la atribución de las tareas reproductivas.
Kabeer (1998a) señala que la pobreza puede ser vista de doble manera: como privación de la posibilidad de satisfacer necesidades básicas y como privación de los medios para satisfacerlas. Las mujeres son pobres en la medida en que no cuentan con tiempo disponible para buscar las formas más apropiadas de satisfacer sus necesidades, y una proporción importante de ellas carece de ingresos propios.
Así, en el caso de las mujeres, además de medir la pobreza en términos de ingresos adquiere relevancia medir la pobreza en términos de tiempo. Para conocer la dinámica de la pobreza es preciso analizar el concepto de tiempo, sobre todo porque parte importante del trabajo de las mujeres —el trabajo doméstico— no es valorizado monetariamente, pero sí puede medirse en términos de tiempo. Diversos estudios (en especial las encuestas de uso de tiempo) han mostrado que la jornada femenina es más larga que la masculina si en ella se incluye el trabajo doméstico no remunerado que realizan todas las mujeres en sus hogares.2 Asimismo, la creciente incorporación de las mujeres al mercado de trabajo no ha significado una incorporación paralela de los hombres a las actividades domésticas y de cuidado: de los hijos, de los ancianos, de otros familiares y de los enfermos.
Por lo demás, las formas tradicionales de medición de la pobreza, que privilegian el ingreso familiar, tiempo que hacen hombres, mujeres, jóvenes, niños/as y adultos/as mayores. Para realizar esta medición se requiere un análisis dinámico de la pobreza y de las formas en que esta aumenta o disminuye a lo largo del ciclo de vida familiar.
En lo que se refiere al trabajo en el mercado laboral, existen cuatro formas de exclusión que afectan de manera más severa a las mujeres: i) el desempleo; ii) las formas precarias de inserción laboral; iii) las formas de trabajo no remuneradas y iv) la exclusión de las oportunidades para desarrollar sus potencialidades. A estas formas de exclusión se agregan las desigualdades en las ocupaciones a las que acceden (segmentación ocupacional horizontal y vertical) y la discriminación salarial en el mercado del trabajo.
En síntesis, para analizar la pobreza desde una perspectiva de género hay que hacer visibles diversas relaciones de poder, como las ligadas a las exclusiones, desigualdades y discriminaciones de género en el mercado laboral, el reparto desigual del trabajo no remunerado, el ejercicio de la violencia física y simbólica en contra de la mujer y el diferente uso del tiempo de hombres y mujeres.
2. Aspectos relacionales de la pobreza
En América Latina la relación entre pobreza y desigualdad es de larga data. La evolución de ambos fenómenos en las últimas décadas ha sido desigual: aunque se ha logrado disminuir la proporción de población pobre e indigente, han persistido los niveles de desigualdad en el ingreso regional. La concentración del ingreso es una variable que incide directamente en los plazos en que sea posible superar la pobreza (PNUD, 1997). "La desigualdad (entendida como el grado de concentración y polarización de la distribución del ingreso urbano según grupos de la población), aun cuando constituye una problemática más amplia que la pobreza, constituye en el caso de América Latina un referente complementario obligado, puesto que tiene determinantes comunes y marca, además, tanto los niveles de crecimiento económico y gasto social requeridos para la erradicación de la pobreza urbana como los plazos en que puede aventurarse el logro de dicho objetivo en los distintos países" (Arriagada, C., 2000). Se estima que en América Latina, entre 1990 y 2002, ha aumentado la desigualdad en la distribución de los ingresos —medida por el coeficiente de Gini—, debido principalmente a la elevada proporción de ingresos que concentra el decil de hogares de ingresos más altos (CEPAL, 2004b).
Asimismo, es preciso destacar la interrelación del concepto de pobreza con los de distribución, exclusión, vulnerabilidad, discriminación y marginalidad, por citar algunos. Cuando el concepto de pobreza se define por sus dimensiones más amplias, los conceptos de exclusión y desigualdad tienden a ser incluidos en él, aun cuando es posible diferenciarlos analíticamente. Sin embargo, la distinción es importante puesto que el enfoque escogido definirá políticas y programas diferentes para enfrentar el fenómeno.
En esta línea y desde un enfoque de género cabe citar las siete desigualdades específicas por género mencionadas por Amartya Sen: i) desigualdad en la mortalidad, referida a que en ciertas partes del mundo (el norte de África, Asia incluida China y el sudeste asiático) hay un índice desproporcionadamente alto de mortalidad femenina; ii) desigualdad en la natalidad cuando los padres prefieren hijos varones y se efectúan abortos selectivos de fetos de sexo femenino; iii) desigualdad de oportunidades básicas (prohibición o inequidad de acceso a la educación y salud básicas, al desarrollo de talentos personales o a funciones sociales en la comunidad, entre otras); iv) desigualdad de oportunidades especiales (dificultades o prohibiciones de acceso a la educación superior); v) desigualdad profesional en el acceso al mercado de trabajo y a puestos de nivel superior; vi) desigualdad en el acceso a la propiedad de bienes y tierras, y vii) desigualdad en el hogar, reflejada en la división del trabajo por género, donde las mujeres tienen a su cargo el trabajo doméstico de manera exclusiva (Sen, 2002). Asimismo, en el análisis de la pobreza no se puede ignorar el patrón medio de bienestar de la sociedad porque es este estándar el que establece las condiciones de integración, sin las cuales no hay ciudadanía.
El concepto de marginalidad surgió en el decenio de 1960 en América Latina para denotar a los grupos poblacionales que migran del campo y rodean las principales metrópolis latinoamericanas con un cinturón de pobreza. Según Nun y Marín (1968), la marginalidad se define como un proceso estructural de formación de proletariado, de nuevos pobres, y de constitución de clases sociales. La población marginal pasó a ser caracterizada como carente de infraestructura, de oportunidades educacionales y de empleo, constituyendo un ejército de reserva de mano de obra, funcional para la economía porque su presión por puestos de trabajo tendería a hacer bajar los salarios de los obreros.
La noción de vulnerabilidad se relaciona con dos dimensiones: una externa y objetiva, que se refiere a los riesgos externos a los que puede estar expuesta una persona, familia o grupo (mayor inestabilidad de los ingresos familiares, aumento de la precariedad en el mercado de trabajo reflejado en porcentajes crecientes de personas empleadas con contratos no permanentes, a tiempo parcial, sin contratos y sin seguridad social); y otra dimensión interna y subjetiva, que se refiere a la falta de recursos para enfrentar esos riesgos sin sufrir ciertas pérdidas. Este enfoque integra tres dimensiones centrales: los activos (físicos, financieros, de capital humano y social) que poseen individuos y comunidades; las estrategias de uso de esos activos, y el conjunto de oportunidades que ofrecen los mercados, el Estado y la sociedad (Moser, 1996).
El concepto de exclusión social, si bien surgió del debate europeo, tiene amplia aplicación en la región latinoamericana y específicamente frente a las nuevas situaciones de pobreza y exclusión provocadas por las crisis. La exclusión social se refiere a dos dimensiones: la falta de lazos sociales que vinculen al individuo con la familia, la comunidad y más globalmente con la sociedad, y la carencia de derechos básicos de ciudadanía. Lo que diferencia el concepto de exclusión social del de pobreza es que el primero se refiere a las relaciones entre aspectos de la pobreza. Los elementos de proceso que están incorporados en el debate sobre la exclusión son interesantes de considerar en la medida en que se relacionan los diversos mecanismos y tipos de exclusiones: de carácter institucional, social, cultural y territorial. Los lazos que unen al individuo con la sociedad pueden ser catalogados en tres niveles: los de tipo funcional, que permiten la integración del individuo al funcionamiento del sistema (mercado de trabajo, instituciones de seguridad social, legalidad vigente, etc.); los de tipo social, que incorporan al individuo en grupos y redes sociales (familia, grupos primarios, sindicatos, etc.), y los de tipo cultural, que posibilitan que los individuos se integren a las pautas de conducta y entendimiento de la sociedad (participación en las normas y creencias socialmente aceptadas). También puede existir exclusión espacial, vinculada al territorio y la ubicación geográfica.
La discriminación por motivos de género y etnia parte con la atribución a las personas de ciertas características de personalidad y comportamiento en razón de su sexo o del color de su piel o de otros rasgos físicos. Se basa en el esencialismo, al relacionar el sexo y los rasgos físicos externos de las personas con características socialmente construidas que segregan a estos grupos.
En términos analíticos y para los efectos de elaborar una adecuada política antipobreza es necesario distinguir entre:
Factores de diferenciación de la pobreza, como etnia, género y generaciones, nivel educativo y ocupacional alcanzado y zona de residencia, entre otros.
Factores de reproducción de las causas de la pobreza (transmisión intergeneracional) que se relacionan con el ciclo de vida de la persona y el ciclo de vida de la familia y con el acceso a la propiedad, al patrimonio y a los recursos económicos sociales y simbólicos.
Consecuencias de la pobreza en lo que se refiere a pérdida de oportunidades y de bienestar y a reforzamiento de la desigualdad. El carácter multidimensional de la pobreza obliga a que al enfocarla se tome en cuenta la diversidad de las causas que generan privación, mientras que la heterogeneidad de la pobreza destaca la importancia de reconocer las diferentes manifestaciones de ella. En esta perspectiva, para formular las políticas sociales destinadas a combatirla es esencial identificar las principales fuentes de la pobreza y la heterogeneidad de sus manifestaciones en distintos grupos o países.
3. La pobreza como proceso y no como un estado de situación
Un elemento que suele olvidarse en los análisis de la pobreza y especialmente en las políticas sociales diseñadas para erradicarla, es que la pobreza es un estado de situación que en ciertos casos se mantiene en el tiempo (pobreza estructural, pobreza dura) pero que en muchos otros varía. En los análisis tiende a vérsela como una situación estática en el tiempo. Sin embargo, la situación de pobreza puede alterarse en poco tiempo, especialmente en relación con el desempleo/ empleo, así como con los impactos de crisis económicas que pueden traducirse, entre otras cosas, en devaluación de la moneda nacional. La precariedad permanente de la situación de algunas personas, especialmente de aquéllas con menor educación y calificación, junto con nuevas formas laborales que significan inestabilidad y alta rotación en los puestos de trabajo, aumenta la vulnerabilidad ante quiebres de ingresos por desempleo. Asimismo, hay otros procesos de quiebres de ingreso que se enlazan con problemas de salud, de vejez, de disminución del ingreso debido a jubilación y retiro del mercado de trabajo, y de separación y divorcio, especialmente en el caso de mujeres cónyuges que carecen de ingresos propios.
Vemos así que comprender la dinámica de la pobreza tiene importancia crucial para establecer quienes entre los pobres pueden salir de ella, y quienes están más propensos a caer en ella debido a problemas de salud, desempleo, divorcio y/o ausencia de pareja, entre otros factores.
Las contribuciones realizadas desde el análisis de género para comprender mejor la pobreza apuntan a lo siguiente: i) ponen de relieve la heterogeneidad de la pobreza y, por lo tanto, ayudan a comprenderla mejor y a ajustar más las políticas para erradicarla; ii) permiten una nueva mirada que relaciona el comportamiento de hombres y mujeres; iii) mejoran el análisis del hogar, destacando en especial las asimetrías de poder, tanto de género como generacionales, en su interior; iv) aportan una perspectiva multidimensional de la pobreza, con el análisis de los múltiples roles desempeñados por hombres y mujeres; v) permiten apreciar otras discriminaciones que se combinan con las de género, como las vinculadas a edad y etnia; vi) agregan una visión dinámica del fenómeno de la pobreza al mostrar sus cambios en el tiempo, y vii) distinguen entre diversas estrategias para salir de la pobreza por género.
Notas
[1] Véase un examen conceptual y metodológico del enfoque de capital social en Arriagada, Miranda y Pavez, 2004 y en Arriagada, 2003.
[2] Las últimas encuestas de uso de tiempo realizadas en México y Uruguay en 2002 y 2003, respectivamente, indican que las mujeres mexicanas aportaban 85% del tiempo total de trabajo doméstico y los hombres 15%, en tanto que los varones uruguayos responsables del hogar dedicaban un promedio de 31 horas semanales, y las mujeres responsables del hogar uno de 50 horas, al trabajo doméstico y cuidado de la familia (INEGI, 2004; Aguirre, 2004).
Publicado en la Revista de la CEPAL 85. Abril 2006
6 dic 2009
La pobreza como fenómeno multidimensional
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