Si no lo sabía, es porque los fantasmas de Louella Parsons y Hedda Hopper siguen rondando por las colinas de Hollywood. En los años 40 y 50, las dos pioneras del cotilleo mantuvieron un acuerdo tácito con los grandes estudios: entréguennos chismes de aspirantes y actores de serie B y dejaremos en paz a las superestrellas. La homosexualidad de Rock Hudson o la adicción de Judy Garland a las anfetaminas no saltaron jamás a las crónicas de la poderosa Louella, alias Ojos de Buitre, leída por veinte millones de lectores diarios. Su feroz rival de sombreros extravagantes, Hedda, ex actriz anticomunista, torpedeaba a Cary Grant por haberse ido de vacaciones a la Unión Soviética, pero se guardaba muy bien de revelar su bisexualidad. Medio siglo después, los secretos de la edad de oro de Hollywood siguen emergiendo mientras los famosos de hoy ya no tienen dónde esconderse y la prensa del corazón expone su vida y milagros a un público que exige información sin adornos: «Britney pierde la cabeza y se la afeita en una peluquería», grita el bloguero Pérez Hilton, apoyado por el vídeo de un paparazi. «Lindsay nos envía un correo después de su detención y jura que las drogas incautadas en su coche no son suyas», anuncia la cadena de televisión Access Hollywood.
El nuevo acoso a los famosos. Al contrario de lo que se piensa, las estrellas de hoy no desaparecen después de sus quince minutos de fama. «Una persona como Lindsay Lohan seguirá siendo famosa toda su vida: es la naturaleza de nuestra sociedad y de unos medios que han integrado el cotilleo en la información», comenta Pérez Hilton, cuya página web atrae a más de un millón de visitantes diarios. La tradición de las grandes damas americanas del chisme (Liz Smith, Cindy Adams, Jeannette Walls...), que recogen los rumores de las exclusivas en las veladas mundanas de Manhattan, está en vías de extinción. Las reinas del cotilleo distinguido se han dejado suplantar por una generación de gays irreverentes en Internet, desde Ted Casablanca hasta Pérez Hilton, y por grandes operaciones colectivas, como Gawker o TMZ, actualizadas por decenas de jóvenes reporteros las 24 horas del día. La nueva generación prescinde de los intermediarios habituales. Cuando una estrella mantiene un hilo directo en Twitter, ¿para qué desperdiciar horas intentando contactar con un publicista o portavoz? En 1998, el ciberperiodista Matt Drudge, que reveló la relación entre Monica Lewinsky y Bill Clinton, marcó un momento crucial al pedir a los internautas que le enviaran chivatazos. Y lo hicieron. Sorprendentemente, numerosas fuentes pasan información de manera confidencial a los medios sin solicitar compensación financiera, explica la abogada de estrellas Blair Berk, de Beverly Hills. «Saborean una sensación de poder.»
El fin justifica los medios. En los años 50, todo Hollywood sabía que el primer marido de Louella Parsons era el médico que curaba las enfermedades venéreas de los actores y realizaba abortos a las actrices. Eran informaciones que ella no difundía jamás, pero las utilizaba como medio de presión en su juego de influencia con los dueños de los estudios. Hoy, todo el mundo estaría al corriente gracias a los blogs con información privilegiada, como el de Crazy days and nights, supuestamente escrito por un abogado de Hollywood exasperado por los excesos de sus clientes.
Páginas como Radar, Gawker o TMZ admiten pagar a cambio de ciertas informaciones. A semejanza de Louella y Hedda, que hicieron época a base de propinas a camareros locuaces, Harvey Levin, de TMZ, confiesa haber peinado Los Ángeles con cientos de fuentes en restaurantes, hospitales (así se enteraron de la muerte de Michael Jackson) y comisarías (la detención de Mel Gibson, ebrio, en la carretera de Malibú en 2006). El sheriff de Los Ángeles se declaró en guerra contra TMZ hace dos años y hace todo lo posible por identificar a sus fuentes dentro de la Policía... sin mucho éxito.
Como antaño, los reyes del cotilleo están abiertos a cualquier negociación. Si un publicista les suplica que no difundan un escándalo, tendrá que proporcionar, a cambio, «al menos dos buenos soplos» para convencer a Richard Johnson, editor de Page Six. La famosa doble página del New York Post se fija como límite los cotilleos sobre niños y sobre enfermedades, aunque ya ha publicado el cáncer de un consejero delegado de una gran empresa, sobre la base de que los accionistas tenían derecho a saberlo. Y es que «business is business». The New Yorker, recientemente, bullía de excitación: gracias a la Red, decía la revista, Hollywood vuelve a convertirse en el teatro de una competencia periodística desenfrenada, nunca vista desde el duelo entre Louella Parsons y Hedda Hopper. Y la exitosa bloguera Nikki Finke confirma el poder de los nuevos cotillas: «A los famosos les encantaría pasarme por alto, pero no pueden. Se consuelan diciendo que hoy les han dado una colleja a ellos, pero mañana le tocará a otro».
Emmanuelle Richard
xlsemanal
27 ene 2010
Los orígenes del cotilleo
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