25 ene 2010

Los últimos días de Jean Paul Sartre

Pocos días después de la Semana Santa de 1979, los parroquianos del barrio Montparnasse en París pudieron observar en el interior de La Coupole o en la terraza del café Dôme, a un hombrecito ciego, tembleque, mal afeitado y casi decrépito blandiendo con dificultad su vendada mano izquierda. Era evidente que quienes lo podían reconocer quedaban asombrados. Se trataba de Jean Paul Sartre, la más alta expresión de la inteligencia y el pensamiento del siglo XX, el gran activista de la libertad en nuestro tiempo, que venía de ser el protagonista de un caso típico de baranda policial. Un poeta loco, Gerard de Cléves, de origen belga, a quien Sartre acostumbraba ayudar de vez en cuando con algunos francos, en una de las salidas que se le permitieron de la clínica siquiátrica resolvió acosar a su benefactor presionándolo a diario. Sartre le dio dinero durante varios días consecutivos hasta que, harto, le advirtió que no le recibiría de nuevo. Pero ocurrió que un día el hombre volvió furibundo, y mientras discutían por encima de la cadena de seguridad de la puerta - que Sartre no había querido quitar para que aquel no se entrara - el poeta enajenado sacó un cuchillo con el que le cortó su mano izquierda. Luego comenzó a golpear con violencia el portón que entre Sartre y su hija adoptiva, Arlette, lograron cerrar desesperadamente. El forcejeo fue tal, que pese a que la puerta estaba blindada, estuvo a punto de derrumbarse. Arlette llamó a la policía. Los gendarmes, sin embargo, se vieron a gatas para detener al hombre por entre los pasillos del edificio. La mano de Sartre comenzó a sangrar profusamente hasta que le fue curada y vendada. Esto ocurría un año antes de su muerte.

Los últimos doce meses en la vida del filósofo de la libertad no debieron ser, además, muy consoladores para él en lo que se refiere a la comprensión de sus amigos más íntimos. Es que hay que pensar en lo que debió haber sufrido ese viejo ciego y tierno, libre y terco y por añadidura terriblemente orgulloso, pese a la capacidad crítica que tenía de auto-cuestionarse, de reconocerse en sus propios errores y de corregirlos con sabia resignación. Porque el orgullo —no soberbia — que lo acompañó siempre, fue un orgullo inteligente y racional. Pero este anciano tembloroso y tímido comenzó a sentirse asediado por las miradas turbias de sus más próximos (cuánta razón tuvo al desarrollar sus observaciones sobre la mirada de los otros y al afirmar que son precisamente ellas, las miradas, el infierno del otro), a verse regañado, incluso a sufrir de sus más queridos, viejos y leales compinches como Pouillon, Simone de Beauvoir, Bost, Lanzmann y otros, el rigor de la censura a su pensamiento y la asechanza final a la publicación de sus ideas, como ocurrió con el último reportaje que concediera a Pierre Victor para el semanario Nouvel Observateur unas semanas antes de su muerte. Y ejemplo de esa incomprensión desmesurada y cruel, es esta declaración de Jean Pouillon, su grande amigo a Annie Cohen-Solal: Para mí era angustioso, cuando comíamos juntos, ver como se le caía la comida de su tenedor sobre las piernas, lo que exasperaba al castor (Simone de Beauvoir) y enseguida, darme cuenta de la dificultad con que él seguía una conversación normal; se demoraba un cuarto de hora para respondernos alguna cosa pertinente. Bost, Lanzmann o yo mismo hubiésemos podido prestarle la ayuda que le prestaba Victor (su secretario durante los últimos siete años) pero nosotros no teníamos tiempo".

......Con razón Françoise Sagan en su último libro, Con mi mejor recuerdo, explicando su emotivo homenaje Carta de amor a Jean-Paul Sartre —carta ésta escrita precisamente el día en que Sartre celebraba su último cumpleaños, el 21 de junio de 1979—, expresa indignada: Debo confesar que contrariamente a lo que relatan sus allegados, a los recuerdos que tienen de sus últimos meses, nunca me sentí horrorizada ni molesta por su manera de comer. Por supuesto que todo zigzagueaba un poco en su tenedor, pero era a raíz de su ceguera, no por chochez. Me da mucha rabia los que se han quejado en artículos o libros, afligidos y despectivamente, de esas comidas. Hubieran debido cerrar los ojos, si eran tan delicados, y escucharlo. Escuchar esa voz alegre, valiente y viril, oír la libertad con que hablaba.

El 4 de febrero de 1980, dos meses antes de su muerte, Sartre se hace un chequeo médico en el hospital Broussais de París. Se le encontró aparentemente normal. Los médicos no sabían, ni pudieron intuirlo, que habiendo dejado el cigarrillo, continuaba bebiendo en abundancia y amando más que nunca a aquellos sus amores contingentes. Siempre, hasta el final de su vida, estuvo rodeado de mujeres. Fue un mujeriego irredento. Muchas de esas mujeres, todas inteligentes por supuesto, ya han dado y seguirán dando sin duda sus testimonios más encendidos. Por una de ellas precisamente es que nos enteramos que un domingo por la mañana, comenzando el mes de marzo de 1980, es decir, a escasos treinta días de su muerte, Arlette lo encontró tirado sobre la alfombra de su habitación, con una terrible resaca. Supimos —dice Simone de Beauvoir— que se hacía traer botellas de whisky y de vodka por sus amigas, ignorantes del peligro. Las ocultaba en un cofre o detrás de los libros. Aquel sábado por la noche —la única noche que pasaba solo, cuando Wanda se marchaba— se había emborrachado. Arlette y yo vaciamos los escondrijos; llamé a las amigas pidiéndoles que no trajeran más alcóhol e hice a Sartre vivos reproches.

......Alrededor de anécdotas como éstas se ha desatado dentro de la familia sartriana universal, luego de su muerte, una encendida polémica. Los unos no perdonan la divulgación de ciertas escenas que aunque fueran verídicas, por lo íntimas y privadas debieron haber sido extrañas al conocimiento público. Para los otros, el mismo Sartre, totalizador él, no hubiese aceptado como válido el hecho de que se arropasen con velo de gasa las tripas de su vida mundana.

......Durante sus últimos años las personas más cercanas a él fueron todas mujeres, aparte de su secretario Pierre Victor, y casi todas ellas sus amores contingentes. Cuántas mujeres no se cruzarían por la vida del escritor que se confesaba serenamente polígamo. De ellas decía que le gustaban ante todo lindas y que las prefería a los hombres porque le parecían menos cómicas (ya Lacan había sentenciado que el hombre era particularmente cómico); que tenían una sensibilidad más desarrollada y que sus conversaciones, fluidas y naturales, se oponían a la pesadez del hombre siempre preocupado por las ideas. Para complicarse la vida un solo pensador basta y se sobra, debió haber concluido cuando decidió que prefería la compañía de las mujeres.

......Buscaba en ellas una atmósfera sentimental e intelectual bien equilibrada para que los encuentros sexuales no fueran degradantes a ninguno de los dos, y veía enriquecidas sus ideas cuando estaban contagiadas por el manto de la sensibilidad femenina. Pero nunca claudicó de su escogencia radical por las mujeres bellas. Cuando le preguntaron si alguna vez se había sentido atraído por una mujer fea, respondió tajantemente: si era real y completamente fea, no, nunca. Veía en la belleza femenina una manera natural para desarrollar su propia sensibilidad, y consideraba a la sensibilidad y a la inteligencia paralelas en el ascendente desarrollo integral del ser humano. Con los hombres, una vez que se ha hablado de política o de algo parecido —dijo en cierta ocasión—, gustosamente me callaría. Me parece que la presencia de un hombre durante dos horas en un día, aunque no vuelva a verle al día siguiente, es más que suficiente. Mientras que con una mujer esto puede durar todo el día y además continuar al día siguiente.

......Pero con todo, hay que reconocer, por encima de lo que diga Simone de Beauvoir, que fueron Victor y Arlette las personas más cercanas a él durante sus últimos años y particularmente durante sus últimos meses.

En el otoño de 1973 Sartre se enfrentó a la ceguera definitiva. Pierden entonces interés para él, por aquella época, las agitaciones callejeras, los alborotos periodísticos, el Flaubert, que de hecho abandona, la escritura, la lectura y hasta su propio aspecto personal.

......Poco se inmiscuye en el arreglo de su último apartamento en el 29 del Boulevard Edgar-Quinet y naturalmente se desentiende de archivos, manuscritos y variados papeles preciosos. Creí ver a un muerto, le dice Raymond Aron a Claude Mauriac el 20 de junio de 1979, con ocasión de una conferencia de prensa en el hotel Lutecia relacionado con el Comité Un barco para el Vietnam. A los cuatro años de edad había perdido su ojo derecho y a los sesenta y siete viene a perder el izquierdo. Aparte de la hipertensión y de la trombosis de una vena temporal, el diagnóstico fue preciso: excesos diversos, entre otros el alcóhol, el tabaco las drogas (coridrina, mezcalina, etc.). Comenzaban pues los años de la oscuridad física que vendrían a abatirlo, a debilitarlo, a hacerle decir: Mi oficio de escritor está completamente destruido. Y con ella, con la ceguera que no perdona, se acumularían los males del cuerpo, las pérdidas de equilibrio, la mala circulación de la sangre, los dolores atroces en las piernas. Se necesita ser demasiado inteligente para padecer lúcidamente todo ello. Y es entonces cuando su carácter independiente y orgulloso se derrumba y cede. Comienzan a aflorarle las muletas, todas ellas a cual más absorbentes y posesivas. La dependencia física de Sartre es deplorable aunque se haya propuesto racionalizarla, dosificarla y soportarla estoicamente. Y aparecen pues en su vida los dos personajes que a punta de amor y lealtad, de constancia y sacrificio, de inteligencia y visión futurista habrían de competirle a Simone de Beauvoir su privilegiado sitial histórico: Pierre Victor y Arlette Elkaïm. Victor, su último interlocutor intelectual y políticamente válido, el sucedáneo que escogiera él libremente y con el cual pensaba no solamente revitalizarse sino remitir sus sueños de futuro, preservar su proyecto, prolongarse en su propio pensamiento, joven filósofo judío nacido en El Cairo, militante maoísta que respondía al verdadero nombre de Benni-Lévi y Arlette Elkaïm-Sartre, nativa de Constantina, ciudad del nordeste de Argelia, también judía, a la que Sartre conoció en julio de 1956 cuando la joven estudiante preparaba en Versalles el concurso de ingreso a la Escuela Normal Superior de Sévres. Ella le había escrito hablándole de algunos trabajos escolares suyos sobre la filosofía sartriana y detallándole la reprimenda que por ello había recibido de parte de su profesor de filosofía. Esta audacia, sumada a las dotes intelectuales que él le viera y a su simpatía y personalidad, llevaron a Arlette a convertirse, el 18 de marzo de 1956, en la hija adoptiva de uno de los hombres más importantes del siglo XX. Quizás, Arlette para lograrlo, supo hacer suya la sentencia de Sartre de que la existencia no es un regalo y que cada cual está obligado a legitimarla con sus actos. Ella y Victor conocían muy bien la filosofía sartriana del proyecto y lo hicieron a él a Sartre, el suyo propio, legitimando con la compenetración que alcanzaron con el filósofo, el derecho a ser reconocidos no sólo como sartrianos puros sino también como los dos últimos compañeros de ruta del sabio anciano ciego. La una como su hija, y el otro como su amigo y sucedáneo intelectual.

......Pero nada en esta vida nace o muere impunemente, nada alcanza gratuitamente el verdadero color rosa que añoramos de las cosas. En el entorno de Sartre, el aleteo de los celos y las incomprensiones, de la discordia y la competencia, afloran al tiempo que ellos dos se acercan con su afecto. La antigua familia sartriana reclama sus derechos pontificales y se atrinchera en el Templo; crea el Alto Tribunal Sartriano que está representado en lo intelectual por Bost, Lanzmann y Pouillon y en lo sentimental por Simone de Beauvoir. Sin embargo, la nueva familia no se detiene y responde: Usted traicionó a Sartre, dice Arlette a Simone de Beauvoir: ...y sería una cobardía de mi parte continuar callada. Yo hice lo posible por convertirme en sus ojos mientras usted no hizo nada para sentarse a su lado y, leyéndole punto por punto, le hiciera conocer aquello con lo que usted no estaba de acuerdo con él. Créame que él se sorprendió de que usted no hiciera nada...", etcétera.

......La ejecutora testamentaria de Sartre, su hija adoptiva, Arlette Elkaïm, no sólo estaba desplazando en los afectos a quien fuera su compañera de vida durante 50 años, sino que repentinamente y en forma acusatoria, venía a erigirse como la detentadora de la verdad, al menos de la última verdad sartriana. ¿A cuál de las dos creerle? Creemos que ni siquiera Sartre hubiera podido dirimir con justicia esa querella. Pero también Víctor, cuyos siete años de secretario y amigo íntimo le habían dado ciertos derechos —no todos gratuitos por cuanto se dice que llegó a conocer más a fondo la filosofía sartriana que el mismo Sartre, e incluso que le condujo las últimas lecturas al filósofo—, acosado por insultos como el que le hiciera Goldmann de ser un talmudista extraviado en el maoísmo, o el hombre de ninguna parte, que dijera Maurice Clavel, o la prótesis de naturaleza dudosa de Pouillon y que a sus 28 años tenía la desfachatez nunca vista de tutear a Sartre, debió responder que era lamentable que Simone de Beauvoir no hubiese comprendido que su relación con Sartre llevaba implícita la sobrevivencia intelectual de éste.

......Cuando Sartre conoció a Víctor, éste último se encontraba atravesando una difícil situación política. Era un apátrida sin documentos legalizados en ningún país del mundo. Sartre, a petición suya, resolvió engancharlo como su secretario y asignarle un sueldo que le permitiera aparecer ante las autoridades francesas como alguien a quien podía dársele una carta de estadía temporal. Pero con el tiempo fueron tales las simpatías que desató en él, que Sartre se dirigió al entonces Presidente de la República, Valéry Giscard d'Estaing, en una muy conmovida y antisartriana nota rogándole su intervención personal para que se le otorgara la naturalización francesa a su protegido.

......Entre otras cosas le decía: ...mi vista reducida hará que la lectura y la escritura me sean en adelante imposibles. Tengo por la tanto necesidad de este muchacho para terminar mi obra. El me ayudará a rematar mi Flaubert... ¡ Y todo este humilde y quejumbroso ruego dirigido nada menos que a un hombre de Estado, ex-ministro de De Gaulle y presidente de Francia! Giscard, pese a conocer de la dificultad de la diligencia por tratarse de un reconocido militante extremista, se apresuró a complacer al invidente filósofo. Ya De Gaulle había dicho en su hora que no se encarcelaba a Voltaire cuando Sartre tuvo dificultades con la policía durante su gobierno, y ahora Giscard advertía que no había favores imposibles si se trataba de Sartre, un francés que con su pensamiento supo fecundar como ningún otro nuestro siglo. Ahora bien, en 1978 habría de comenzar el estallido de la crisis última de la gran familia sartriana. De pronto, Sartre no parece interesarse más en sus antiguos discípulos, toma sus distancias frente a Simone de Beauvoir a quien ve demasiado posesiva y dominante, no quiere saber nada de Les Temps Modernes y públicamente se le ve feliz, productivo y sereno junto a sus dos nuevos discípulos. Sobrevive intelectualmente gracias a ellos, ve por sus ojos, le leen y le informan, sus mentes le agitan su mente; Arlette le describe las imágenes de las películas en TV, lo lleva a pasear a la casa que ella tiene en el midi; Víctor le discute fieramente para que no se duerma, lo conmina a que se repase y corrija, le alimenta sus sueños de seguir escribiendo. Los dos le hacen ver que ellos prolongarán su propio proyecto. Él entonces comienza a hablar entusiasmado de su próximo libro que, desde luego, se hará a dos manos con Víctor: Poder y Libertad. Es para mi un libro sobre la política y la moral que quisiera ver terminado al final de mi vida, declara. Está radiante. No quiere que los celos de sus envejecidos primogénitos enturbien su dicha. Intenta aislarse un poco de aquellas tensiones pero no lo logra. Está allí entre la jauría, impotente, casi dócil. Y es entonces cuando uno imagina sus gestos confusos y su aire perplejo recubriéndole el rostro de su inteligente resignación y de su sabia paciencia. Cuando uno imagina, además, su inexorable desconsuelo, lo profundo de su tristeza y quizá también, por qué no, su alegría de no poder ver la codiciosa mirada de los otros posada sobre su endeble humanidad, devorándole como buitres su propia razón y sus principios en una lucha feroz por perpetuarlo como una momia histórica, intocable, inmutable, y pétrea, que nada tiene que ver con él y que él mismo rechazara en el 64 cuando la Academia sueca creyó recuperarlo con el Nobel de Literatura desde Las palabras, suponiendo que con ellas el autor se despedía definitivamente de su desafiante vida intelectual, arrepintiéndose. Y tiene que imaginarlo uno por último envidiando desde su corazón generoso Una muerte muy dulce, él, que tendría una muerte tan amarga. Allí nos parece verlo en el café Dôme, sombrío y ensimismado en medio del alboroto.

......Y es precisamente a raíz de una serie de reportajes que toda aquella antigua unión fervorosa de su familia se verá quebrantada. Luego de una gira de cuatro días por Israel en compañía de Arlette y Víctor, éste lo interroga y prepara un texto con tres reportajes que envía a Nouvel Observateur en donde no sólo tutea a Sartre, sino que firma: Sartre-Víctor. Además, según los antiguos, con conceptos débiles, ambiguos, contradictorios. Una nueva filosofía vaga y blanda que Víctor le atribuye, dicen. Lo arrastró a renegarse de sí mismo, afirma Simone de Beauvoir, Arlette y Víctor lo están manipulando, agrega.

......Ese giro sorpresivo del pensamiento de Sartre no sería permitido. Se pone en acción una formidable fuerza de presión para impedir que se publicara. Es lamentable, le reclama airada Simone de Beauvoir a Sartre. Déjalo, yo no le doy ninguna importancia, afirma ella que le respondió él. Y sin embargo, la lucha continúa por impedir la catástrofe, su publicación. Todos a una arrecian en su empeño. Y es entonces, según parece, en ese mismo instante en que ella le dice que es lamentable y él le contesta que lo deje, cuando se produce la ruptura total y definitiva de los dos viejos amantes del moderno siglo XX, dos meses antes de que el filósofo de la libertad, de la existencia y de la vida, muriera.

......En medio de toda la barahúnda, dice Jean Daniel, el responsable de Le Nouvel Observateur, "estaba a punto de llamar a Sartre en presencia de Horst y sin darme tiempo de que lo hiciera, el mismo Sartre me llamó. Su voz tenía una nitidez perfecta y hablaba con extrema autoridad: Creo saber que usted esta atormentado, me dice, yo sé que mis amigos han hecho su agosto. Soy yo, Sartre, quien le pide publicar ese texto y publicarlo integralmente. Si usted por ningún motivo quisiera hacerlo, yo lo publicaré en otra parte, aunque le quedaría agradecido si es usted quien lo hace. Sé que mis amigos lo han prevenido pero ellos se engañan. Lo que ocurre es que el itinerario de mi pensamiento se les escapa a todos, incluida el Castor Muy raras veces, continúa Jean Daniel, Sartre había sido tan nítido, tan preciso, tan dueño de su pensamiento y de sus palabras. De otra parte, cuando le dije que había un pequeño error en el texto y que yo estaba preocupado porque quería que fuera corregido por él, le pregunté: ¿Tiene usted a mano el texto? Me respondió: Lo tengo en la cabeza. Y, en efecto, se lo sabía de memoria. Cuento con usted, me dijo para terminar".

......Pero no son Simone de Beauvoir y Victor quienes chocan directamente en esta ocasión, como debió ser, teniendo en cuenta que ella le atribuía a éste una abierta manipulación del pensamiento y la voluntad sartriana y sabiendo que ya habían tenido un fuerte altercado con anterioridad. Son, quién lo creyera, aquella propia pareja mítica, los viejos amigos, los ancianos e inseparables amantes; él le mostró, en su apartamento del Boulevard Edgar-Quinet, los originales de la entrevista provocando en ella un desconcierto total, la consternación encarnada. Sobre los detalles de lo que nosotros nos atrevemos a llamar la primera y última ruptura de los dos grandes escritores, cuenta Arlette Elkaïm Sartre, la más confiable y cercana de las fuentes: Sartre no se encolerizaba nunca, era un hombre sólido que no se contrariaba por nada. Después de esta escena, y por primera vez, demostró una inmensa contrariedad. Anteriormente él jamás me habló de haber tenido contrariedades con el Castor; después de esta crisis, por primera vez, me dijo que no la comprendía; que luego de la lectura de las entrevistas, ella se había puesto furiosa; que había llorado y que había tirado, regándolos por toda la pieza, los textos de la entrevista. Que él quiso explicarle: "Pero hablemos de ello, Castor", le dijo, pero que ella no había querido, no había podido hablar. Sartre quedó, según la versión de Annie Cohen Solal, profundamente turbado por esta ineluctable alteración de sus relaciones con Simone de Beauvoir. Y se pregunta enseguida: De otra parte, en el curso de los dos meses que separaban esta escena del fin de su vida, ¿sus profundos lazos pudieron restablecerse verdaderamente? A lo que responde Sartre, según versión de Arlette: Yo todavía he almorzado con esas dos musas austeras (se refiere a Castor y a su amiga Sylvie) y ni siquiera me dirigieron la palabra.

......Simone de Beauvoir en La Ceremonia del Adiós hace alusión completa de este asunto, pero se cuida de tocar a fondo el altercado remitiéndose a atacar duramente a Víctor y a Arlette: Víctor era apoyado por Arlette, que desconocía por completo la obra filosófica de Sartre y simpatizaba con las nuevas tendencias de Víctor; aprendían juntos el hebreo. Ante este acuerdo, a Sartre le faltó esa perspectiva que sólo habría podido conseguir con una lectura reflexiva y solitaria: así pues, se doblegaba...

......¡Cómo no pensar entonces en la soledad amarga del anciano y ciego filósofo, de un hombre que no conoció la gratitud en esta vida y que, sin embargo, le dio luces a su siglo y ayudó a aclararlo, si lo que lo rodeaba en el ocaso de su existencia no era otra cosa que el conjunto de barrotes acerados de sus celosos discípulos cercándolo, el ruido y los entrecejos, los cortantes rictus del odio y de la envidia! Gris y triste debió verse el rostro del talentoso y obcecado pensador cuando su propio pensamiento, al final de su vida, se veía contradicho y enjuiciado por sus herederos espirituales. Del obcecado pensador, decimos, porque las palabras fieles de Jean Daniel confirman su terquedad y también su lucidez, su talento y su honestidad.

......Su formidable humor de hombre grande debió encerrarse huraño y extrañado entre los pliegues de su corazón desconcertado. Pero su obcecación la interpreta Simone de Beauvoir, después de su muerte, así, miserablemente: Sartre se entercó porque estábamos contra él; redobló su entercamiento por debilidad... pensaba que yo no lo comprendía, creía que yo lo manipulaba, siendo que él era manipulado por Víctor y Arlette, hacia la que se había inclinado hábilmente después de la crisis del 78. Estaba desgarrado por todo eso y no tenía deseos de darse cuenta de la verdad... Sartre no delegaba en nadie la pretensión de ser el futuro de Sartre, pero él ya no contaba con sus ojos, no tenía futuro y sabía muy bien que estaba condenado próxima e irremediablemente a la muerte..."



ME TRATABAN COMO A UN MUERTO QUE TIENE EL INCONVENIENTE DE MANIFESTARSE

......Pero no podemos dar por terminado este episodio sin traer a colación dos testimonios más. El primero, de Robert Gallimard, su editor de siempre, quien afirma que Sartre le dijo por esos días: Vamos, Robert, usted no vaya a ser como todos los demás, no vaya a joderme también. Dése cuenta, condenarme a nombre de los sartrianos, es como para morirse de la risa.

......Y el último con relación al asunto, de Arlette: A él no le molestó tanto la crítica como la apropiación por el grupo de Los Tiempos Modernos de la verdad sartriana. Me dijo: Me tratan como a un muerto que tiene el inconveniente de manifestarse... él acababa de poner en tela de juicio el libro de Simone de Beauvoir Final de cuentas, en donde ella hacía un balance de sus vidas...

......El inmenso Sartre, como dijo alguien, aquel hombre que ocupara su siglo como Voltaire y Hugo ocuparon el suyo, llegaría también a su final. Había dicho que quería que su muerte no entrara en su vida, que no la definiera, por cuanto él quería ser siempre un llamado a vivir, pero no había previsto la anarquía y la soledad que le rondarían durante sus últimos días.

......El jueves 20 de marzo de 1980, mientras aparecían en Nouvel Observateur los famosos reportajes que le irían a amargar la víspera de su definitivo descanso, bajo el título de La Esperanza Ahora, firmados por Benni Lévy, el verdadero nombre de Víctor, Sartre es internado en el hospital Broussais. Aquella mañana a las nueve, Simone de Beauvoir fue a su apartamento del Boulevard Edgar-Quinet a despertarlo. Lo encontró sentado en el borde de la cama semiparalizado, en medio de una atroz crisis que se le repetía y a la que él había denominado en ocasión anterior aerofagia.

......Llamaron de urgencia a los médicos y a punta de oxígeno se lo llevaron en una ambulancia en estado de extrema gravedad. Eran aproximadamente las 11:00 a.m. Simone de Beauvoir confiesa que regresó al apartamento de Sartre, se arregló allí por última vez y se fue a cumplir un compromiso de almuerzo que tenía con Jean Pouillon. Sartre grave, metido dentro de una ambulancia, atravesaba las calles de París bajo el ensordecedor ruido de las sirenas y ella no había indagado siquiera por el sitio donde sería recluido. Cuando terminó de comer, enterada ya del nombre del hospital, se dirigió allí en compañía de Pouillon. Se encontraba en la sala de reanimación, cuenta después, no estuve mucho tiempo allí... no quería hacer esperar a Pouillon... El viernes 21 por la tarde, los médicos le comunicaron que tenía un edema pulmonar y sufría de fiebres altas que lo llevaban a delirar.

......Que, además, la falta de irrigación en los pulmones, lo tenía en ese estado de gravedad. Entonces Sartre y Simone de Beauvoir discutieron. Ella le dijo que todas esas cosas que decía en medio de su delirio eran puros sueños y nada más. Me dijo que no, con aspecto enojado, cuenta ella misma que le respondió él.

......A los pocos días volvió a recaer y fue llevado de nuevo a la sala de reanimación. Como su vejiga le funcionaba mal, le hicieron una desviación y podía vérsele llevar, cuando se paraba a caminar, una bolsa de plástico llena de orina que colgaba de su entrepierna. Fue cuando por primera vez se habló de uremia. El doctor Housset le hizo una reflexión científica que interpretada por Simone de Beauvoir y vista hoy en perspectiva, no deja de ser polémica e históricamente controvertible. Los médicos me explicaron después —dice ella— que los riñones ya no estaban irrigados, y por consiguiente ya no funcionaban. Sartre orinaba, pero no eliminaba la urea. Para salvar un riñón hubiera sido necesario una operación que no podía soportar; y entonces sería el cerebro, por donde la sangre no circularía correctamente, lo que provocaría la chochera. No había más solución que dejarlo morir en paz.

......La falta de circulación sanguínea hizo que la gangrena le invadiera el cuerpo y que las escaras o costras lo cubriera todo y le dieran un aspecto repugnante, que al mismo tiempo lo hacía sufrir a causa de las constantes curaciones a que era sometido.

......Entre tanto las visitas se fueron sucediendo bajo el control riguroso de su hija adoptiva, Arlette. Víctor fue llamado de urgencia a El Cairo en donde se encontraba por esos días preparando un reportaje para el Corriere de la Sera y cuenta que cuando entró en su pieza, Sartre se despertó y le dijo: Ah, Víctor, vamos a mejorarnos pronto, tú sabes. Pero la única especulación que realmente nos interesa por ahora es la que se refiere a sus últimas palabras.

......Georges Michel asegura que sus últimas palabras fueron las que le dirigió a Pouillon cuando éste le alcanzara un vaso con agua: La próxima vez que bebamos juntos —habría dicho Sartre— será en mi casa y con whisky. Annie Cohen-Solal ratifica la anécdota pero como ocurrida un día... y Simone de Beauvoir, admitiendo la exactitud de las palabras de Sartre a Pouillon, niega que éstas hubiesen sido las últimas. Dice que un día Sartre le habló preocupado sobre los costos del entierro: ¿Cómo vamos a hacer para pagar los gastos del entierro?, le habría dicho él ansioso y contenido a la vez, mientras ella se ponía a explicarle lo de la Seguridad Social y a desviarlo de esa torturante preocupación.

......Ya al otro día, asegura, Sartre, con los ojos cerrados, la agarró de la muñeca y le dijo a ella sus últimas palabras: "Je vous aime beaucoup, mon petite Castor".

......Pero que sea el contradictorio encanto de una amor eterno y total, esencial y no contingente, un amor ambiguo y absorbente, dominante, un amor que, lo admitimos también, habría que salvar para la historia, quien nos guíe hacia el itinerario de una muerte que nos hizo pensar que el siglo XX no tendría una segunda oportunidad de lucidez y se había encaminado irremediablemente hacia la estupidez y la locura. Que sea ese amor con todos los derechos adquiridos quien nos cuente el final de Sartre a todos aquéllos que amaron a Sartre, que lo aman o que lo amarán, pero respetando en todos ellos, en todos nosotros, que quisiéramos ocupar los tres tiempos, el derecho que también tenemos a amar la verdad.

......Y hay que decirlo ya, de una vez por todas: a lo largo de esta historia hemos visto la versatilidad de Simone de Beauvoir para narrar su historia, su afán por llegar de primera a una versión. Y todo eso nos parece no sólo sospechoso, sino muy difícil de equilibrar. Pero, en fin, ningún relato, ningún relato histórico es refractario a ciertas mentirillas.

......Y por eso habría que descubrir muy bien, entre líneas, los matices de su humor, de ese humor con que le dejara impregnada Sartre cuando debió haberle dicho que no más, que estaba harto de depender de su poderosa benevolencia, que él no estaba loco ni chocho, que tenía su mente lúcida y tenía derecho a dejar que su pensamiento evolucionara, así fuera por la sola razón de sus interminables diálogos con el joven maoísta Víctor, o por su postrera militancia callejera; o cuando ella, según él mismo lo refiere, lanzó su pensamiento al suelo de la sala desparramando hojas y lágrimas de soberbia. Y queda además por saber qué hubiese pasado si Víctor y Arlette también hubieran tenido la oportunidad de su intimidad durante los cincuenta años siguientes. Ni siquiera el amor pudo vencer el desarrollo de su inteligencia. El amor así, absorbente, caprichoso y dominante es una trampa. Fue quizás ese amor amargo el que le hizo contar los últimos diez años de Sartre como los contó y el que le hizo tejer así, con espíritu casi infecto, el relato de su muerte. Veámoslo:

......El 14 de abril, cuando volví, dormía; se despertó y me dijo unas palabras sin abrir los ojos: después me ofreció la boca. Le besé en la boca, en la mejilla. Se durmió. Estas palabras, estos gestos, insólitos en él, se situaban evidentemente en la perspectiva de la muerte.

......Housset me afirmó también que las contrariedades que había padecido no habían influido para nada en su estado; una crisis emocional violenta le habría ocasionado, quizá, en un momento dado, algunos efectos funestos pero, diluidos en el tiempo, las preocupaciones, los disgustos, no alteraron en absoluto la causa de la enfermedad... .

......El martes 15 de abril por la mañana cuando pregunté, como de costumbre, si Sartre había dormido bien, la enfermera me respondió: 'Si, pero...'; fui enseguida al hospital. Dormía, respirando con bastante dificultad; visiblemente estaba en coma desde la noche anterior. Durante unas horas, me quedé allí mirándolo. Hacia las seis dejé el sitio a Arlette, diciéndole que me llamara si ocurría cualquier cosa. A las nueve sonó el teléfono. 'Se terminó'. Fui con Sylvie. Se parecía a sí mismo, pero ya no respiraba. Sylvie avisó a Lanzmann, a Bost, a Pouillon, a Horst, que vinieran enseguida. Se nos autorizó a permanecer en la habitación hasta las cinco de la mañana. Rogué a Sylvie que fuera a buscar whisky y estuvimos bebiendo y charlando.... En un momento dado, rogué que me dejaran sola con Sartre y quise tenderme a su lado, bajo las sábanas. Una enfermera me detuvo: 'No, cuidado... la gangrena'. Entonces comprendí la verdadera naturaleza de sus escaras. Me acosté sobre la sábana y dormí un poco. A las cinco entraron unos enfermeros. Cubrieron el cuerpo de Sartre con una sábana y una especie de funda y se lo llevaron.

......Fui a casa de Lanzmann a terminar la noche y también pasé allí la del miércoles. Los días siguientes me alojé en casa de Sylvie... Lanzmann, Bost y Sylvie se ocupaban de todas las formalidades... El viernes comí con Bost y quise volver a ver a Sartre antes del entierro. Trajeron a Sartre en un ataúd vestido con el traje que Sylvie le había comprado para ir a la Opera; era el único traje que tenía en mi casa y ella no había querido subir a la casa de Sartre para buscar otro. Estaba sereno, como todos los muertos, y como la mayoría de ellos, inexpresivo. El sábado por la mañana nos reunimos en el anfiteatro... unos hombres cubrieron con la sábana el rostro de Sartre, cerraron el ataúd y se lo llevaron... Un inmenso gentío nos seguía: cerca de cincuenta mil personas... Cuando me bajé del coche, el ataúd estaba ya en el fondo de la fosa. Pedí una silla y permanecí sentada al borde de la fosa... Me encontré en casa de Lanzmann con algunos amigos... Fuimos todos a cenar a Zeyer, en un salón particular... No me acuerdo de nada. Dicen que bebí mucho, que fue necesario ayudarme a bajar las escaleras... El miércoles por la mañana tuvo lugar la incineración en el cementerio de Pére-La chaise, pero me encontraba demasiado agotada para ir... Las cenizas de Sartre fueron trasladadas al cementerio de Montparnasse... Hay una cuestión que en realidad no me he planteado y el lector quizás lo haga: ¿No debería haber prevenido a Sartre de la inminencia de su muerte...? Hasta aquí la historia de Simone de Beauvoir.

......Lanzmann, Bost y Pouillon, incómodos en estos días por el remezón familiar dado por Víctor y Arlette, van pues a encargarse de los pequeños detalles del entierro. En el cementerio de Montparnasse los atiende su director. Ya Sartre había dicho que quería ser incinerado y que sobre todo, sobre todo, quería escapar al lugar que le habían reservado en el cementerio de Le Pé re-La chaise al lado de su madre y su padrastro. El director del cementerio les ofrece una tumba entrando a la izquierda, provisional, con la promesa de que después será trasladado definitivamente al primer corredor de la derecha. Ustedes verán, les dice, es un sitio muy tranquilo y no está muy lejos de Baudelaire. De otra parte, si no recuerdo mal, Sartre había escrito un libro sobre Baudelaire, ¿no es cierto? Todo un señor, el señor director. E inclinándose un poco hacia el oído de Pouillon, con un gesto circunspecto, le susurra: Yo sabía muy bien que él vendría a donde nosotros.

......El presidente de Francia, Giscard d'Estaing, al enterarse del rechazo por parte de sus amigos para unos funerales oficiales, reclama de su familia el privilegio de una visita suya al hospital para rendir un homenaje personal al filósofo, no sin antes advertir: Jean Paul Sartre rechazaba todos los honores. No conviene por lo tanto que el homenaje del presidente de la República parezca contradictorio a su escogencia íntima. El 6 de mayo de 1985, Valéry Giscard d'Estaing narra sus impresiones: Yo llegué al hospital. El director me esperaba para saludarme; después di vuelta a la izquierda y debajo de un cobertizo me encontré el féretro de Sartre junto a otro ataúd. Me quedé allí durante una hora. Nadie más vino. En la parte de afuera había mucha agitación de parte de la prensa. Y yo estaba ahí, solo, recogido delante del féretro de Sartre, debajo de un cobertizo banal y anónimo. Al salir, pensé que Sartre hubiera amado este homenaje sin parada del primer personaje del Estado.

......Aquél sábado 19 de abril de 1980 a las dos de la tarde, el cortejo fúnebre comienza su largo y lento recorrido de tres kilómetros bajo un cielo grisáceo. La tumultuosa y cálida muchedumbre, de la que se dijera que había sido la última manifestación del 68, atraviesa las perplejas y mudas alamedas parisienses. Desde la terraza del sartriano café La Coupole, en Montparnasse, próximo al cementerio y a su apartamento, los garçons inclinan reverentes sus cabezas ante los despojos mortales del hombrecito ciego, torpe y generoso que durante los últimos años se les prodigó en propinas y visitas.

......Pero como si la parábola sartriana hubiese sido superior a la inteligencia y al amor de sus amigos, nadie lo despidió a él con la palabra, a él que había despedido a tantos, que erguido sobre sus tumbas había despedido a Camus, Merleau-Ponty, Nizan, Gide, Togliatti, Fanon...

......Una tarde brumosa del otoño de 1974, en París, Jean Paul Sartre, velados sus ojos por la ceguera pero con aquel mismo espíritu crítico y lúcido y libre que lo convirtiera en la más alta conciencia de nuestro siglo, le dijo a Simone de Beauvoir: ... la muerte, sin embargo, no me causa miedo y me parece natural. Natural en oposición al conjunto de mi vida que ha sido cultural. En última instancia, es la vuelta a la naturaleza y la afirmación de que yo era naturaleza... escribí. Eso fue lo esencial en mi vida.

Artículo creado por Germán Uribe. Extraido de: http://www.ucm.es/info/especulo/numero7/jpsartre.htm

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