PEDRO MANSILLA
Hace más de cien años que la Alta Costura encontró su sentido en este mundo: fascinarnos, hacernos soñar -como decía Roland Barthes- con algo que admiramos profundamente sin llegar a comprender muy bien del todo.
La Alta Costura suministra belleza hasta la admiración o, por el contrario, la cambia de sentido hasta la provocación. Así ha venido siendo desde que Charles Frederick Worth sentó a sus clientas en los salones de su casa de París y les fue diciendo a cada una lo que tenían que ponerse para recibir su bendición de «sumo pontífice del "bon ton"», y lo que no tenían que ponerse si no querían soportar su odio eterno...
Cien almidonados años donde la «Haute Couture» ha visto crecer su prestigio o desvanecer su influencia. Desde allí, y desde siempre, aunque también lo intentaron Berlín, Nueva York, Milán o Madrid, un selecto grupo de «createurs» propone dos veces al año lo que las mujeres mejor vestidas -a veces también las más elegantes- deberán ponerse la próxima temporada.
Son modelos en muchos casos exclusivos que por su precio -entre uno y cinco millones- sólo pueden ponerse algunas privilegiadas: princesas, actrices, consortes de magnates...
La Alta Costura es tan grande y tan frágil como los dinosaurios de Spielberg. Se le pueden negar sus gustos, demasiado clásicos, o sus precios, demasiado altos. Pero hablando del lujo, no tiene discusión. Desde el papel o la tinta de la invitación, hasta el lugar del desfile, las maniquíes, los tejidos o las realizaciones de esas pequeñas obras maestras que envuelven a las mujeres de nuestros sueños... Ni siquiera el vino o la gastronomía -los otros «grandeur» que verdaderamente le quedan a Francia- reciben el trato y el honor que su graciosa majestad la costura.
La Alta Costura es quizás el club más privado que existe en este mundo. Un club donde sólo se sientan señores que se llaman Chanel, Versace, Dior, Lacroix, Yves Saint Laurent, Lanvin, Sherrer, Galliano, Valentino, Laroche o Lapidus, que esta semana, entre el Louvre y los mejores hoteles de París, le enseñaron al mundo el caro pero brillante fruto de sus últimos seis meses de trabajo.
El pasado domingo, por ejemplo, Gianni Versace -el provocador diseñador milanés que desde hace varias ediciones inaugura la semana de la Alta Costura- presentaba en el Hotel Ritz de París su colección Primavera-Verano 96, inspirada en dos valores puros y seguros -dice él-. Una colección fuerte e irónica a la vez; extravagante y sencilla. En tan arriesgado propósito no le han faltado ayudas. Su gran amigo Elton John le compuso la «banda sonora» del desfile. La selva africana primitiva, los cueros militares, los luminosos y transparentes tejidos de la última generación y la aristocrática belleza de antaño convertida en «leit motiv» de la noche son sus personalísimas recetas. ¿Su mejor resultado?: Madonna... ¡Quién la ha visto y quién la ve!
Exquisita clientela
El lunes era Chanel quien volvía a demostrar lo que todo el mundo sabe, que Karl Lagerfeld es un mago. Todo era otra vez de primera categoría. Variaciones del eterno valor de la casa: la chaqueta «cuatro bolsillos» para el día... y una noche «gitana» sobria y suave, romántica pero imperio... Con aquellas gasas transparentes y tules plisados en marino y negro que tanto agradan a mademoiselle Chanel y a su exquisita clientela rusa, inglesa, española, americana y, ¡naturalmente!, francesa...
El martes, otro gran mito de la «Haute Couture» recogía la antorcha. Christian Dior, desde hace varios años en las manos exquisitas de Gianfranco Ferré, recreaba una primavera 96 llena de flores... El perfume suave de sus estampados quería ser un homenaje al gran maestro del «new look». Y eso fue ese desfile presidido por Gregory Peck, Paloma Picasso, Silvie Vartan, Emmanuel Béart, las señoras Chirac y Pompidou y la Duquesa de Kent. Kilómetros de taftán y de tul evocando una Grace Kelly fresca, fresca... Los clásicos blancos y negros Dior, los clásicos «patas de gallo» Dior y los clásicos tacones -siempre 12 centímetros- Dior...
Y el miércoles, el día de Yves Saint Laurent, el último vivo de los grandes nombres de la Alta Costura, incapaz de aceptar su sucesión y artífice -quizá por esas maravillosas ganas de vivir que conserva- de unas colecciones geniales. Sus míticas gasas estampadas al hilo del «rosa París», sus negros, sus oros, pusieron punto final a otro capítulo de la Alta Costura. La única razón por la que podemos repetir con Humphrey Bogart en la memoria: ¿Entonces qué nos queda?... ¡Nos queda París! 28 de enero 1996 El Mundo
9 ene 2010
Modistos prohibitivos
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